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La derrota sin paliativos de Afganistán después de veinte años de “statebulding”, que han sido aplastados en apenas cuatro semanas, es el punto final del orden internacional liberal. Las implicaciones son profundas y sus consecuencias trascendentes, la política exterior norteamericana adopta de una vez por todas la cosmovisión realista del mundo.

Permítanme empezar desde el momento cero de la historia norteamericana, imprescindible para entender su carácter mesiánico liberal. La declaración de independencia de los EE. UU. pone en un rol central y prioritario para la construcción de la nueva nación algo completamente inaudito hasta la fecha: la libertad del individuo y la persecución de la felicidad del hombre. Los EE. UU. efectivamente se construyeron con la idea de hacer el mejor país del mundo para el hombre, un país donde el individuo pueda ser feliz.

El miembro del Cuerpo de Marines de EE.UU Lance Cpl. Todd Collins interactúa con niños afganos cerca de la base de patrulla Atull en la provincia de Helmand, Afganistán, el 20 de noviembre de 2011.

En realidad, era la ejecución completa de aquel ideal encabezado por Bartolomé de las Casas de entender América como un lienzo en blanco para empezar de cero sin la corrupción moral y la podredumbre de las naciones europeas, con la libertad y la felicidad del individuo como única brújula espiritual de la nación.

Los EE. UU. de finales del siglo XIX ya eran la primera potencia industrial del planeta y de desearlo, también la militar. Sin embargo, el idealismo liberal iba también a dominar la política exterior norteamericana. Los EE. UU. no jugarían jamás a los juegos de poder privados de moral que se practicaba en Europa. Aquella máxima del primer ministro Lord Palmerston que esgrimía con orgullo “la Gran Bretaña no tiene amigos eternos, ni enemigos perpetuos. Solo nuestros intereses son eternos y perpetuos”, era la expresión definitiva de lo aberrante de la diplomacia europea a los ojos de la sociedad estadounidense.

La respuesta era simple, convenía asilarse para que esos elementos corrosivos jamás contaminarían la pureza moral norteamericana. En efecto, los Estados Unidos eran una potencia antimperialista y aislacionista. La doctrina Monroe “América para los americanos” es la expresión de ese carácter.

Cartel de propaganda a favor de la Doctrina Monroe. De izquierda a derecha están representados los imperios de Portugal, Alemania, Francia, España e Inglaterra. Al otro lado se encuentra "Uncle Sam" mientras es observado por Nicaragua y Venezuela, 1896.

El punto culmínate de esa fe liberal llegó en la Paz de Paris de 1920, donde el presidente Wilson en un ejercicio de asombrosa ingenuidad prohibiría la guerra. Wilson evidentemente fracasó, pero sentó las bases de lo que sería desde ese momento la política exterior norteamericana: democracia, paz y libertad.

Los norteamericanos aprenderían en diciembre de 1943, en Pearl Harbour, que ser una gran potencia y asilarse no significa ser invisible para el resto, y para el resto un gigante dormido puede ser un gigante despierto en cualquier momento y, por tanto, es una amenaza. El hecho de recibir un ataque en suelo patrio dio a entender a las élites norteamericanas que, para garantizar su seguridad, debían maximizar su poder.

La Segunda Guerra Mundial fue librada por los americanos huyendo de la forma de entender los conflictos que tenían los europeos. Mientras Churchill insistía a Roosevelt que la máxima prioridad era llegar a Berlín antes que los rusos, aquel desoía airado sus consejos y se negaba a ver a su aliado soviético como un potencial futuro rival (Kissinger, 2010).

Los EE. UU. post 1945 decidieron dar un paso hacia adelante: si no podían aislarse de un mundo corrupto lo liberarían. En 1945 empezó la cruzada norteamericana para cumplir el sueño kantiano de la paz democrática. Al fin y al cabo, Churchill tenía razón y la Unión Soviética se confirmó como una amenaza a la narrativa liberal occidental. El mundo bipolar que nació fue un combate entre dos ideologías antagónicas de tipo universalista, precisamente por su condición de universalista.

Portada del cómic de propaganda anticomunista "Is This Tomorrow", 1947.

La entrada norteamericana en Vietnam perseguía parar a la propagación del comunismo en el sudeste asiático, pues si llegaba a ocurrir, un efecto domino haría caer a Corea del Sur y Japón dejando a los EE. UU. sin aliados en Asia. Excepto el disonante caso de Kissinger, ningún realista norteamericano, con Morgenthau a la cabeza, apoyo esa guerra ni su análisis hiperbólico de la situación. Tenían razón.

La retirada de Vietnam no llego a suponer un verdadero cambio, más cuando se hizo patente que la hermandad socialista entre la Unión Soviética y la República Popular China solo era de cara a la galería. La caída de la URRS en 1991 fue la toma de Jerusalén de aquella cruzada. Su culminación. “El fin de la historia” según algunos liberales como F. Fukuyama. El mundo caminaría entero hacia el progreso de la democracia liberal, y al llegar, la paz mundial aguardaba bajo la Pax Americana (Fukuyama, 1989).

No fue así. La caída de un orden sistémico bipolar trajo lo que algunos realistas como C. Layne llamarón “la ilusión unipolar” es decir, que inevitablemente ese momento daría paso a un mundo multipolar, más impredecible, más peligroso y más anárquico (Layne, 1993). El 11-S cambio las reglas del juego en esa dirección: una amenaza directa a la seguridad nacional podía venir de algo mucho más etéreo y pequeño que una superpotencia nuclear. La respuesta norteamericana fue siempre dentro del marco liberal: suprimir los santuarios terroristas y construir democracias liberales en su lugar.

Iraq 2003 sigue el mismo patrón. Ante un agente desestabilizador en la región, una cruzada democrática. De nuevo, ningún realista apoyo la iniciativa de los neocon en el Pentágono y la Casa Blanca. Y, de nuevo, tenían razón. J. Mearsheimer definió la doctrina Bush como “Wilsonalismo con dientes” y les advirtió: “para los realistas es el nacionalismo, no la democracia, la más poderosa ideología política” los EE. UU. serán siempre vistos como una potencia invasora, no libertadores portando la democracia y el progreso (Mearsheimer, 2005).

Foto tomada en los días posteriores a los ataques del 11 de septiembre de 2001.

La administración Trump ya dio los primeros pasos hacia un cambio necesario en un mundo que se consolida multipolar. Un cambio hacia el realismo que la administración Biden, sabiamente, ha seguido. Ser un hegemón, capaz de imponer una ideología como norma en el mundo, requiere unas cuotas de poder sin parangón que los Estados Unidos han disfrutado hasta ahora.

El mundo multipolar que ya está aquí crea discursos normativos que rivalizan con el liberalismo democrático. La impredecibilidad de un sistema multipolar obliga a los actores a un juego de balance de poder, sin espacio para embarcarse en cruzadas ideológicas. El peligro de un conflicto por un mal cálculo de fuerzas con una potencia equivalente es más real que en ningún otro sistema.

El proyecto de un mundo de democracias liberales se ha terminado para los Estados Unidos. Su política exterior se centra en calcular el grado de amenaza para sus intereses vitales en el Pacifico que supone China, en la nueva asertividad rusa en Europa, África u Oriente Medio, en las migraciones masivas a sus fronteras y el potencial efecto desestabilizador de una sociedad que se polariza.

EE. UU, por primera vez desde finales del siglo XIX, no es una superpotencia que se puede permitir intervenciones ideológicas y Afganistán era una intervención ideológica. Los EE. UU por primera vez en su historia entienden la política europea del siglo XIX, diseñada por Metternich en Viena, y ya no les parece tan aberrante. Tienen, por primera vez, prioridades más hobbesianas impuestas desde la estructura sistémica definida por primera vez brillantemente por K. Waltz.

La retirada de Afganistán y la indiferencia de la administración Biden a la toma talibán de Kabul, es la consolidación del giro hacia un realismo político imperativo en un mundo multipolar. Qué Afganistán sea una democracia liberal o una teocracia islámica, ya no es prioritario en Washington. Quizás, incluso han entendido que jamás podían imponerla en calidad de potencia invasora.

Bibliografía

Fukuyima, F., 1989. “The end of history?”. The National Interests, 16.

Kissinger, H., 2010. Diplomacia. Barcelona: Ediciones B

Layne, C., 1993. The Unipolar Illusion. International Security, 17(4), pp. 5-50.

Mearshmeier, J. 2005 “ Hans Morgenthau and the Iraq war: realism versus neoconservatism”. Open democracy.

Waltz, K. N., 1979. Theory of international relations. Addison-wesley publishing company.

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