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Por Gerard Dotti Luna.

Arabia Saudí lleva seis años enfangada en una intervención militar en Yemen que pretendía ser una rápida operación. Hoy, la victoria de la coalición se considera improbable. Una campaña que fue lanzada sin preparación y en estado de pánico de forma reactiva a la perdida completa de influencia en la política yemení, y lanzada también, como carta de presentación del nuevo hombre fuerte de Arabia Saudí, Muhammad bin Salman, el Príncipe Heredero, parece ahora abocada al desastre. El desafío pues es doble: una derrota sin paliativos saudí pone en peligro intereses vitales para el Reino y, a la vez, pone en entredicho el liderazgo del príncipe Heredero tras haber presentado la operación Tormenta Decisiva como un eslogan personal del próximo monarca. Entender la importancia y el porqué de la intervención, conduce inevitablemente al análisis regional y la pugna de Arabia Saudí e Irán por la hegemonía de Oriente Medio.

La Guerra Fría entre Teherán y Riad

Desde mediados del siglo XX, los Saud y los Phalaví eran los dos gendarmes de los EUA en Oriente Medio, una región no más convulsa que otras y libre de sectarismos religiosos más allá de las iniciativas de los Hermanos Musulmanes y la enemistad panárabe con Israel. Ese mundo llego a un abrupto final en 1979. La región ha vivido un proceso de polarización desde aquel año y aunque la Revolución Islámica encabezada por el ayatolá Jomeini es el principal suceso, no fue el único. Cabe destacar otros dos con impacto directo en la región. Ese mismo año un grupo armado chiita tomó la Mezquita Sagrada y se atrincheró allí para esperar la llegada de El Mahdi, el doudécimo Imán, figura que para los chiitas duodecímanos permanece oculta y su vuelta está relacionada con la redención moral del ser humano.

Fuego de artillería sobrevolando la Kaaba fue necesario para retomar el templo en medio de un calculado y fallido silencio mediático por los saudíes (Ghattas, 2020). El evento fue especialmente traumático ya que se ponía en entredicho la capacidad saudí para erigirse como los guardianes del islam, piedra angular de su narrativa para legitimarse en el poder en un Estado que carece de identidad nacional. En consecuencia, la comunidad chiita fue señalada como esbirros de la nueva Irán, en uno de los primeros pasos hacia la polarización sectaria de Oriente Medio.

El rey Saud Bin Abdulaziz Al-Saud de Arabia Saudita y Mohammad Reza Pahlavi el Sha de Irán.

El tercer suceso de 1979 fue la invasión soviética de Afganistán. A lo largo de la guerra desde Arabia Saudí salieron cerca de 60.000 muyahidines, guerreros voluntarios y patrocinados por las élites saudíes para librar una yihad contra el enemigo “ateo” que representaba el ejército soviético. Arabia Saudí tenía la agenda paralela de propagar su doctrina wahabita en Pakistán y Afganistán, tanto a través de la lucha armada como de la masiva proliferación de madrasas en la frontera pakistaní donde impartiría su particular y radical visión del islam a infantes locales y afganos, estos últimos refugiados de la invasión soviética, creando un microcosmos que vería nacer al movimiento Talibán. Todo ello fue el preludio de una degeneración sectaria de la región que muy pronto crearía actores con agencia y dinámicas propias completamente al margen y fuera del control saudí, desembocando en el origen de Al-Qaeda y el 11-S.

La nueva Irán forjó su propia misión mesiánica también alrededor del islam. Irán y Arabia Saudí tenían ahora ideologías legitimadoras contrapuestas. La nueva República Islámica de Irán se definía antimonárquica, antimperialista - especialmente antiamericana- y se disponía a exportar su revolución pasando por la promesa de la aniquilación de Israel (Soltaninejad, 2019). De modo que se postula desde entonces como el campeón de los oprimidos en general -así incluyendo al Frente de Liberación de Palestina, pese a ser sunita- y del chiismo, corriente minoritaria en el mundo musulmán, en particular (Ekhtiari Amiri, Binti Ku Samsu, & Gholipour Fereidouni, 2011).

Tanto es así que bajo esta última bandera ha desarrollado su propia política paradójicamente imperialista en nombre de la revolución y la defensa del débil de forma exitosa en el Líbano, Iraq y Siria acentuando la división sectaria sunita-chiita en Oriente Medio. Política que evidentemente choca frontalmente con las pretensiones saudíes de prestarse como campeón del “islam verdadero” -el sunismo wahabita- como deber anexo a su rol de guardián de las santas ciudades. En consecuencia, el intervencionismo iraní, de la mano de la Guardia Revolucionaria cuyo propósito es preservar los valores de la revolución islámica y extenderlos más allá de las fronteras, es interpretado desde Riad como un desafío frontal a la autoridad saudí.

Con la primera guerra del Golfo, ante un Iraq revisionista, Arabia Saudí decidió dar cobijo a 700.000 soldados norteamericanos para dicha campaña (Kechichian, 1999).  Este hecho, aunque propició una más bien breve Entente Cordiale entre Arabia Saudí e Irán ante un enemigo común, alimentó el resentimiento ideológico de Irán al ver como una vez y otra Arabia Saudí se alineaba con aquellas potencias Occidentales que han humillado al pueblo persa en el pasado. Fueran estos la Gran Bretaña o los Estado Unidos.

El presidente Bush habla con las tropas americanas establecidas en Arabia Saudita durante la Guerra del Golfo, 22 de noviembre de 1990.

Ambas ambiciones de corte universalista, sectaria y transnacional llevan a una rivalidad regional sangrienta que se acentúa a medida que generaciones enteras de musulmanes se han criado bajo dos doctrinas de odio mutuo e intolerancia (Ghattas, 2020). Esta espiral de conflicto es de complejísima disolución, pues no competir por extender el islam verdadero puede conducir a divisiones internas letales. Sin embargo, esta misma polarización con tintes religiosos patrocinada por sus élites puede muy fácilmente revolverse contra los intereses de ambas partes con la creación de actores autónomos extremadamente radicales como Al-Qaeda o el Estado Islámico.

Del mismo modo, la polarización sectaria puede romper la estabilidad interna de Arabia Saudí, a medida que la represión en su minoría chiita -que suma el 15% de la población saudí- se intensifica y ésta, concentrada en regiones clave como el al- Hasa, epicentro económico petrolero o en Hejaz, la región más densamente poblada y situada en la frontera yemení, pueda erigirse como actor revolucionario o incluso abrirse a la injerencia extranjera, si llegara el caso. La pugna regional conducida a través de una narrativa sectaria puede terminar incendiando diferencias locales (Berti & Guzansky, 2015).

Para Arabia Saudí, la toma de los hutíes de Sanaa en 2014 fue percibida en esta clave regional. A sus ojos, era la cuarta capital árabe que caía en manos de Irán tras Beirut, Bagdad y Damasco. Pero Sanaa, al contrario que las otras capitales, plantea un problema existencial para Arabia Saudí.

Yemen: el patio trasero de Arabia Saudí

Yemen ha sido históricamente el país más poblado de Arabia. Actualmente tiene cerca de 30 millones de habitantes, apenas dos menos que Arabia Saudí. A pesar de tener recursos humanos en abundancia y ser un territorio relativamente pequeño, está profundamente dividido en dos.

La primera intervención saudí fue en 1926, donde se anexionó la región fronteriza de Asir. Yemen, de hecho, ha estado buena parte de su historia reciente partido en dos mitades. En 1962 cae la dinastía reinante y estalla una cruenta guerra civil en Yemen del Norte -el sur seguía siendo una colonia británica desde 1839- entre monárquicos, apoyados por la familia real saudí y republicanos. Contando con una intervención del Egipto de Nasser que terminó enfangado en una guerra de guerrillas constituyendo lo que algunos autores han llamado el “Vietnam egipcio”.

A pesar del coste material y humano egipcio, los republicanos ganaron la guerra (Veiga, Hamad Zahonero, & Guiterrez de Terán, 2014). Sin embargo, la república del norte y la dinastía saudí terminaron por entenderse bien con la salida de las tropas egipcias y la llegada de un gobierno conservador en Sanaa, así como la amenaza común de un Yemen del sur recién independizado en 1967 con carácter marxista y con potencial apoyo soviético (Katz, 1992). Arabia Saudí necesitaba un Yemen del norte fuerte para hacer frente al sur marxista pero, a la vez, temía un Yemen unificado que pudiera amenazar su frontera sur.

Arabia Saudí ha intervenido innumerables veces de una forma u otra en Yemen para que la región sirva siempre a sus intereses o, si más no, que no juegue en su contra con el añadido de que siempre se mantenga débil; no rota, pero débil. La influencia saudí en Yemen se ha ejercido tradicionalmente a través de financiación de partidos y sobornos a líderes tribales y políticos, a través de una política pragmática. El Reino siempre se ha alzado con el patronazgo de los actores de poder yemeníes, sean el gobierno o jefes tribales (Salisbury, 2015) (Hokayem & Roberts, 2016). Toda esa estructura se vino abajo en la primavera árabe de 2011 (Majed, Asil, & Farea, 2015). La destitución de Saleh en 2012 y la toma de Sanaa por los hutíes provocó que el Reino encabezara una coalición en 2015 para restablecer el gobierno anterior de Abd Rabbu Mansour al-Hadi.

Desde un punto de vista geopolítico, Arabia Saudí tiene las manos atadas en el estrecho de Ormuz, clave para la exportación de su crudo. Es por ello por lo que siempre se ha asegurado la amistad de potencias extranjeras, sean británicos o estadunidenses. Dado que no tienen la capacidad de defender sus intereses en alta mar, deben confiar esa misión a una potencia exterior, en una estrategia de omnibalancing natural en la idiosincrasia del poder saudí desde sus primeras luchas contra los hachemitas y los otomanos.

Yemen previo a la unificación, en 1990.

El otro estrecho clave para Arabia Saudí está también más allá de su alcance, es el de Bab el-Mandeb. Dicho estrecho es otro cuello de botella por el cual una potencia hostil podría ahogar, cerrando ambos estrechos, toda la economía saudí. Con el añadido de que el estrecho de Bab el-Mandeb irá paulatinamente ganando peso geoestratégico a medida que las necesarias reformas económicas del Reino viran de una economía petrolera en declive a otros sectores que necesitan de una ampliación del puerto de Jeddah y de su capacidad de transporte marítimo en el marco de la agenda 2030.

Ese estrecho está en manos de Yemen y Yemen, a pesar de ser pequeño en tamaño, tiene una población similar y una posición geoestratégica privilegiada. El puerto de Adén ha sido uno de los mayores puntos neurálgicos del comercio mundial histórico. Un Yemen fuerte, en esencia, podría simple y llanamente aniquilar el estado saudí. “Mantén Yemen débil” se cree que fueron las últimas palabras del anterior rey Abdullah ibn Abdelaziz (Clausen, 2019).

Como se ha señalado, Arabia Saudí, no de forma injustificada pero sí exagerada, cree que Irán está jugando su set de cartas habitual en el patio trasero del Reino, a través del apoyo a guerrillas locales como con las milicias chiitas iraquíes o Hezbollah (Ahmadian, 2018). La realidad es que la dimensión del apoyo no es comparable, aunque sí existente y posiblemente creciente a medida que la escalada de tensión regional obliga a los actores a ser más asertivos. Un eventual control tanto del estrecho de Ormuz como el de Bab el-Mandeb por potencias hostiles o estados títeres de Irán, es una pesadilla que no puede permitirse ni siquiera soñar. (Juneau, 2016).

La realidad del conflicto en Yemen es que para Irán no es una prioridad y sabe que es una línea roja para Arabia Saudí. Apoyar abierta y significativamente a los hutíes podría conducir a guerra abierta, algo que Teherán no busca (Juneau, 2016). Mientras que Arabia Saudí persigue restablecer el statu quo anterior. Aun así, los hutíes han demostrado ser una formidable guerrilla zaydí, una rama única del chiismo que traspasa la frontera norte. Adicionalmente, a fecha de 19 de enero de 2021, los EUA decidieron poner a los hutíes en la lista negra de entidades terroristas ante la perspectiva de una mayor injerencia iraní. Se trata de un paso más hacia un conflicto cada vez más difícil de evitar con Irán.

El Estrecho de Ormuz es el cuello de botella petrolero más importante del mundo. 

Para Irán, el apoyo a los hutíes es una operación de “poco esfuerzo, gran recompensa” (Brehony, 2020). Sin embargo, ante la numantina defensa de los hutíes y sus numerosos éxitos ante la coalición saudí, como el reciente avance sobre Marib, Irán podría estar tentado de esforzarse un poco más para conseguir aún mayores recompensas: En 2019 Irán recibía abiertamente una embajada de los hutíes, mientras que Naciones Unidas concluía en un informe en enero de 2018 que parte de los misiles desplegados por los hutíes son de origen iraní (Day & Brehony, 2020).

En paralelo, en junio de 2019 los Emiratos Árabes Unidos, quien aportaba la experiencia y las botas en la arena de la guerra, se retiraba del conflicto saudí en el norte y mantenía una fuerza flexible en el sur para combatir Al-Qaeda y el EI, divergiendo completamente de los objetivos saudíes. A medida que bin Salman, el Príncipe Heredero y líder de facto del Reino pierde apoyos, los hutíes se aproximan a Teherán confirmando sus peores pesadillas. Todo ello aumenta inevitablemente la tensión con Irán hasta el punto donde el temor de la proliferación nuclear se intensifica peligrosamente.

Ante la creciente amenaza del desarrollo nuclear iraní y una potencial mayor injerencia en Yemen, Riad se encuentra desesperada ante la búsqueda de una solución alternativa a su incapacidad para desarrollar un programa propio y ante la posibilidad de que el desapego de los EUA por la región se extienda más allá de la era Trump. La aproximación y alienación con Israel es quizás la opción, pese a todo, más realista: las ambiciones y capacidades iraníes han provocado un giro completo en el equilibrio de poder y las alineaciones de la región como el mundo ha presenciado en los últimos meses.

Sin embargo, el movimiento presenta la dificultad, quizás inasumible, de que ni las élites religiosas encabezadas por los ulemas y la familia al ash-Sheikh, ni la población saudí, acepten un cambio en la narrativa reinante desde 1948 de manera tan brusca, pudiendo ser suficiente para provocar la caída de la dinastía. La otra carta en la mano de bin Salman es Pakistán, que se halla en una posición de neutralidad que camina hacia lo imposible. En el lenguaje de Islamabad se encuentran atrapados entre la “hermandad” con Arabia Saudí y la “vecindad” con Irán. (Zahid Shahab & Shahram, 2020). A pesar de ello Pakistán se aleja día a día del “vecino” para cumplir con el “hermano”. Aproximaciones entre Riad e Islamabad para discutir tan delicado asunto ya se han producido (Tzemprin, Jozic, & Lambaré, 2015).

Un grupo de hutíes protestan contra los ataques aéreos de la coalición liderada por Arabia Saudita en Saná en septiembre de 2015.

No es baladí recordar que, para los yemeníes, Arabia Saudí no es más que un joven advenedizo con más influencia en la región de la que le corresponde. (Brandon & Heras, 2015). Les es difícil aceptar simplemente que son “el patio trasero” de una potencia que consideran menos legítima que ellos mismos: la cuna de la cultura árabe y herederos del reino de Saba. Es más, Yemen, contrariamente a las petro-monarquías del golfo, sí cuenta con una fuerte identidad nacional, cimentada en una poderosa historia antigua y la rivalidad reciente con Arabia Saudí. Un gobierno unido en Sanaa podría movilizar a su población en contra de su vecino del norte de un modo que la familia real saudí no puede hacer hacia el sur (Katz, 1992).

Conclusiones

Arabia Saudí, un Estado sin experiencia histórica en guerras convencionales, lleva casi seis años de intervención militar con un gasto estratosférico, sirviéndose de tropas extranjeras como Pakistán, Sudan o Eritrea -estos dos últimos practicando mercenarismo de Estado- sin resultados positivos para su causa y en franco debilitamiento de sus posiciones.

La intervención saudí se ha planteado tan intensamente como una operación de propaganda personal del Príncipe Heredero que ahora es prisionero de ella. Una retirada podría debilitar tanto su imagen que pondría en riesgo la sucesión y por tanto la estabilidad del mismo régimen y la supervivencia de la dinastía, mientras que un Yemen abiertamente hostil y potencialmente alineado con Irán podría suprimir a Arabia Saudí como potencia en la región.

La retirada pues, no es una opción, cualquiera que sea el coste. No al menos sin poder justificar una victoria simbólica de algún tipo. En cualquier caso, la resolución del conflicto parece muy compleja y la verdad es que, lo que debía haberse aprovechado para ser una rápida campaña de popularidad en 2015, se ha convertido en una guerra de desgaste que no pueden ganar pero tampoco pueden perder. Retirarse sin más, como de hecho, ha pasado en otras ocasiones en las innumerables intervenciones saudíes en Yemen, no es opcional debido a la extrema debilidad y fragilidad de la posición de la dinastía Saud (Clausen, 2019).

Londres, 7 de marzo de 2018. Autor: Alisdare Hickson.

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