Conflictos Latentes: La violencia estructural de México desde su independencia (Parte 1/2)
Cuando se analiza Iberoamérica como conjunto es usual hacer referencia a las frustradas esperanzas respecto a Argentina, que en los años 30 del pasado siglo parecía destinada a emparejarse como potencia a los Estados Unidos de América pero que, desde Hipólito Irigoyen para acá, no ha dado más que disgustos a quienes esperaban esa dulce madurez nacional, chapoteando actualmente entre populismos de distinto color.
En su vecindad también nos encontramos con la República Federativa del Brasil, un gigante de potencialidades que siempre defrauda a los analistas externos y, lo que es peor, hunde en la desesperación a la mayoría de sus habitantes; en su caso la deriva se inició cuando expulsaron del gobierno al mejor rey de su corta historia, el emperador Pedro II, hasta llegar al momento actual con un desaforado populista a la cabeza del país. Pero queda aún otro campeón de las esperanzas hispanoamericanas, México.

Desde la perspectiva española se suele enfocar el análisis de la gran nación mexicana desde dos puntos de vista: el actual que viene marcado por la constante utilización interesada del presente mandatario de la nación azteca, Andrés Manuel López Obrador, de las supuestas “deudas” que España mantiene por la mal llamada “colonización” para unos, “conquista” para otros, y fundación de México para quien esto escribe; deudas que permiten al conocido como AMLO[i] distraer la atención del público de otros asuntos que pudieran ser más lesivos para su figura personal o su acción de gobierno, como fue el caso con la noticia del “casoplón” alquilado por su hijo primogénito[ii] en Texas.
A su vez tenemos también el punto de vista histórico que se centra fundamentalmente en la figura de Hernán Cortés y su epopéyica campaña hasta la toma de Tenochtitlán en agosto de 1521.
El resto de la historia de México, exceptuando alguna de las figuras que el cine norteamericano nos aportó, nos resulta una sima insondable que, con los nuevos planes de estudios es probable que se haga aún más profunda para las nuevas generaciones; y respecto a la actualidad del país, también para nosotros, las recurrentes campañas antiespañolas de sus dirigentes hacen que el marasmo de violencia en el que se debaten cotidianamente los ciudadanos mexicanos pase más bien desapercibido.
Si, como anuncia el título del artículo, hablamos de violencia estructural, es forzoso analizar la historia desde el principio, es decir, del Imperio mexica, conocido también como azteca, que encuentra Cortés cuando se interna en el país desde la recién fundada Veracruz, y tras chocar primero, y después aliarse, con los tlaxcaltecas.
Es un imperio que, por más que el actual mandatario mexicano se empeñe, se caracterizaba por la violencia extrema, violencia que le había llevado en menos de 200 años a apoderarse de todo el altiplano central mexicano y a someter a vasallaje a prácticamente todas las poblaciones y culturas de su alrededor.

Una violencia que se caracterizaba por el “consumo”, el sacrificio a los dioses de enormes cantidades de prisioneros, a los cuales se capturaba en el periodo anual de las conocidas como “guerras floridas” y cuyo fin no era otro que ese apresamiento y el mantenimiento del terror en sus vecinos. Nos lo contó no hace mucho Mel Gibson en su espeluznante “Apocalipto”, aunque él lo situaba en las selvas yucatecas donde se desenvolvían los no menos feroces mayas.
Entramos a continuación, con la fundación del México moderno a cargo de Hernán Cortés, en un largo periodo de casi 300 años en los que el país se beneficia de los adelantos que aporta la pertenencia al que entonces era el más moderno de los sistemas de gobierno occidentales, la Corona de España.
En ella, al igual que los antiguos reinos españoles, México se convertirá en el virreinato de Nueva España, una enorme extensión de tierra e islas en América del norte y Oceanía que abarcaba desde lugares que hoy forman parte de Canadá por el norte, hasta Costa Rica por el sur, sin olvidar las islas caribeñas.
Un territorio que se compartimentaba en Capitanías Generales y contaba con sus Audiencias, Consejos y Cabildos para desarrollar las mismas funciones que las autoridades desempeñaban en el territorio español y cuya capital, México, sería también, con el Tornaviaje de Urdaneta, la capital geográfica del mundo de entonces, una urbe ejemplar y maravillosa.

Fueron trescientos años en los que el imperio de la ley se mantenía, con bastante más fortuna que en la actualidad, gracias a los servidores del rey a todos los niveles y sus oficiales, que eran sometidos a los juicios de residencia o a las inspecciones sorpresivas de los veedores del rey. Asimismo, la cultura brillaba con la fundación de universidades y la defensa de las lenguas vernáculas.
También la autoridad se hacía sentir por medio de las armas y así, a modo de ejemplo y sencillo homenaje, nos encontramos y recordamos a los Dragones de Cuera, cuerpo de caballería encargado de la defensa y vigilancia de las zonas más inhóspitas y que hizo frente durante largo tiempo tanto a apaches como comanches, parodiados hasta la extenuación por el cine yanqui.
Fue un largo periodo de tiempo en el que el estado, la Corona, fue capaz de impartir justicia y proveer seguridad con unos estándares muy altos para lo que podía esperarse en aquellos siglos, y resulta casi un sarcasmo que la expedición Balmis, iniciada en 1807, comenzase sus trabajos precisamente en México para, a partir de allí, llevar la vacuna de la viruela a través del Imperio español de forma altruista al resto del mundo.
Las guerras de Emancipación americanas, elevadas a los altares como epopeyas libertadoras por las élites y oligarquías de las nuevas repúblicas, fueron episodios todos ellos merecedores del calificativo de guerras civilistas. En su mayoría nacieron a partir de la causa sobrevenida que supuso la invasión francesa en España y el vacío de poder que supuso el secuestro de la familia real, en su totalidad, en tierras francesas.

La reacción institucional, comenzada en Asturias a partir de la Junta General del Principado, transmutada en Junta Suprema tras los sucesos del Dos de mayo en Madrid, será el toque de arrebato en muchas de las Capitanías hispanoamericanas que, en nombre de Su Majestad Fernando VII, se declaran soberanas al no reconocer a las autoridades supuestamente sometidas al gobierno napoleónico.
La ocasión la pintan calva dice el conocido dicho, y en este caso las oligarquías criollas no podían dejar pasar la oportunidad de hacerse con el poder, aunque la tozuda realidad se encargase posteriormente de mostrar lo prematuro del movimiento, visto lo sucedido en la mayoría de ellas.
El caso mexicano no se apartó del guion general y así, el cura Hidalgo, considerado padre de la patria y a quien se evoca anualmente en la Ceremonia del Grito, tenía una aspiración autonomista más bien cuando se alzó apelando a Fernando VII y la virgen de Guadalupe en la Villa de Dolores en septiembre de 1810. Fecha que se toma como inicio de la Independencia y, a su vez, de la violencia que con pocos periodos de calma llega hasta nuestros días.
Ya después del Grito son las armas las que hablan y se llevan por delante muchas vidas, la del propio Hidalgo entre otras. Con prevalencia en general de las fuerzas de la Corona se llega a 1820, cuando el Trienio Liberal reimplanta en España la Constitución de Cádiz de 1811. Ello sirve para que en febrero de 1821 Iturbide cambie de chaqueta y junto al insurgente Guerrero firme el Plan de Iguala, que desequilibra la situación a favor de la independencia, siendo ratificado por el último Virrey en agosto de ese mismo año.

A Iturbide le pagan nombrándolo emperador en el 1822, aunque realistas partidarios de la vieja corona y republicanos se alzan en armas para derrocarle, lo que se logran en el 23, enviándolo al exilio para, a su regreso en el 24, fusilarlo sumariamente en Tamaulipas.
Para entonces ya había aparecido en la escena mexicana un personaje que desde niño me llamó la atención, culpa de la cinematografía yanqui que me lo presentó en El Álamo, una autentica bazofia histórica protagonizada por John Wayne, entre otros, en 1960, y que presenta como un auténtico demonio a don Antonio López de Santa Anna, once veces presidente del gobierno mexicano, benemérito de la patria, llamado el quince uñas por faltarle un pierna[iii], perdida en combate con los franceses por una deuda de pasteles no pagada, y por su habilidad para arañar plata de todas partes.
Él también había sido un realista como Iturbide, pasando a insurgente y republicano. Toda una biografía tragicómica en la que da para firmar, entre otros desastres, la pérdida de los territorios texanos a manos de Samuel Houston, armado y respaldado en la sombra por el ejército yanqui, en un episodio que recuerda enormemente a los sucesos de Lugansk y Donetsk en Ucrania en 2014.
Tras el Imperio vinieron 10 años de república federalista, con golpes, sublevaciones y todo tipo de revueltas y motines; y muertes, por supuesto. A ella le siguió una república centralista que supuso la famosa sublevación texana y la separación de los de la Estrella solitaria en 1836.

En 1845 los texanos se unen a los EEUU y reclaman más territorio, algo que logran con las indiscutibles razones del US Army que, además de las tierras texanas, les obligan a firmar a los mexicanos el canallesco Tratado de Guadalupe Hidalgo mediante el cual pierden la mitad del territorio nacional. Sus penalidades no acabarían ahí, aún tendrían dos años de dictadura del quince uñas entre 1852 y 1854.
Los siguientes diez años los protagonizan Benito Juárez y el emperador Maximiliano de Habsburgo, impuesto este por una intervención francesa[iv] tras la Guerra de Reforma entre liberales y conservadores.
Un periodo que aparte de grandes pérdidas humanas dio también para que Sarita Montiel se luciese al lado de Gary Cooper en una famosa película, “Veracruz”, y también para que Edouard Manet, inspirándose en Goya, crease una famosa pintura con el fondo del fusilamiento imperial llevado a cabo en la hermosísima ciudad de Querétaro y, sobre todo, para que la Legión francesa celebre todos los años el día de Camerone, recuerdos de una memorable gesta de una de sus compañías aniquilada por fuerzas mexicanas muy superiores en número.
Estamos ya en 1867 y se habrán percatado ustedes de que para entonces, si aún quedaba alguien con sentido común en el país, es muy probable que añorase el apacible periodo virreinal.

Para 1876, ya desaparecido Juárez, llega al poder el general Porfirio Díaz, dando lugar a un largo periodo de paz “vigilada”, conocido como el Porfiriato, en el que se constata un leve pero continuado crecimiento económico que da para impulsar las obras públicas de todo tipo, aunque los paganos son los bajísimos salarios de la mayoría de la población y el control policial, el exilio y los trabajos forzados de cualquier tipo de disidencia.
Continuará...
[i] https://elpais.com/mexico/opinion/2022-02-10/lopez-obrador-y-espana-jefe-de-estado-o-estado-de-animo.html
[ii] https://www.infobae.com/america/mexico/2022/02/18/conflicto-de-interes-como-aplica-en-el-caso-de-amlo-y-su-hijo-jose-ramon-lopez-beltran/
[iii] https://local.mx/ciudad-de-mexico/pierna-de-santa-anna/
[iv] España participaría con un contingente encabezado por el general Prim quien, al percatarse de la ignominia que significaba la intervención, reembarcó sus tropas regresando inmediatamente a España.