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El pasado 12 de noviembre finalizaba la vigesimosexta cumbre del clima de Naciones Unidas, la COP26 por sus siglas en inglés, una fecha que lamentablemente no pasará a la historia. La creciente presión social, simbolizada por la figura de Greta Thunberg, ha colocado el medio ambiente en la agenda mediática diaria, generando para este evento expectativas a la altura de las cumbres más recordadas como las de Kioto en 1997 y París en 2015, pero la falta de medidas efectivas para afrontar la crisis climática ha provocado una mezcla de indiferencia y pesimismo que recuerda más a la fallida cumbre de Copenhague 2009.

Joe Biden, predidente de los EEUU, posando en la COP26. Fuente:COP26

Los 197 países reunidos en Glasgow han acordado limitar el aumento de la temperatura media global por debajo de 1’5ºC con respecto a los niveles preindustriales, un gran logro en apariencia tras el que se esconden muchos problemas, como se verá a continuación.

Las insuficiencias de la lucha contra la crisis climática

El primer motivo para la desesperanza reside en la propia urgencia climática. Las pruebas de la intensificación del calentamiento global son innegables, tanto en los trabajos académicos como en sus manifestaciones diarias. Las sequías y las precipitaciones concentradas, las olas de calor y de frío y otros fenómenos climáticos extremos son cada vez más frecuentes, mientras que los datos científicos apuntan ya a un aumento de más de 1ºC y a la superación prácticamente segura del peligroso umbral de 2ºC, comprometido en la COP21 de París, antes de final de siglo; es decir, las condiciones climáticas son peores en cada cumbre y evolucionan a más velocidad que la respuesta internacional.

Esta urgencia contrasta con la propia naturaleza de los acuerdos alcanzados en las cumbres climáticas. En general, las visiones críticas no discuten las buenas intenciones de gran cantidad de personas que trabajan para minimizar el impacto de la crisis climática, pero sí subrayan tres deficiencias en la toma internacional de decisiones: la presión de los lobbies, la exigencia de la unanimidad y la adopción de acuerdos no vinculantes.

Respecto a lo primero, la participación de grupos de presión en representación de las multinacionales industriales en Glasgow ha sido superior a la de cualquier Estado. En cuanto a la segundo, la voluntariedad para adscribirse a los tratados internacionales y la necesidad de unanimidad ejercen una presión para alcanzar acuerdos de mínimos, insuficientes para afrontar realmente la crisis climática pero mejores que un bloqueo desde un punto de vista pragmático.

Foto de los diferentes presidentes que fueron a la COP26. Fuente: Number 10

Por su parte, el carácter no vinculante de los acuerdos es el resultado de la ausencia de una autoridad internacional que fuerce a los países a cumplir con sus compromisos climáticos bajo amenazas, y se demuestra en la recaudación del Fondo Verde, muy inferior a los 100.000 millones de dólares anuales prometidos en París, una cantidad de dinero público que parece desorbitada pero que solo supone una cuarta parte de los subsidios mundiales a los combustibles fósiles.

Por todo ello, no existe ninguna razón para confiar en que la temperatura mundial no vaya a superar 1’5ºC en los próximos años por el simple hecho de que una serie de líderes mundiales se reúnan en el G20 o en una COP para recordar ante las cámaras que siguen comprometidos –en abstracto– con la mitigación del cambio climático.

La geopolítica del cambio climático

La segunda causa, quizás la más repetida, ha puesto el foco en las ausencias de los jefes de gobierno de algunos de los países más contaminantes del mundo, como Jair Bolsonaro –Brasil–, Andrés Manuel López Obrador –México– y, sobre todo, Xi Jinping y Vladimir Putin. China y Rusia son el primer y el cuarto emisor de gases de efecto invernadero en términos absolutos, y es cierto que su contaminación creciente es una amenaza de grandes dimensiones, pero la valoración del impacto ambiental de estos y otros países en vías de desarrollo como India, Indonesia o Sudáfrica merece un examen más profundo que un breve titular.

Si se tiene en cuenta la población de cada región del mundo, lo que hacen algunos índices como la huella ecológica per cápita, los ciudadanos del “Primer Mundo” seguimos siendo los grandes contribuidores al calentamiento global. De hecho, los países donde ha aparecido una mayor conciencia ecológica, los del norte de Europa, se encuentran entre los más insostenibles de acuerdo con este indicador, lo que significa que su deseable modo de vida no se podría extender a todo el planeta, poniendo en cuestión la curva ambiental de Kuznets, la hipótesis según la cual los países ricos serían menos contaminantes que los de renta media.

Creador: Garry Knight. Copyright: Public Domain Dedication

Además, esta conclusión se obtiene a partir de una “foto fija”, que es un criterio muy generoso con la parte industrializada del planeta. Si, por el contrario, se tiene en cuenta la historia del desarrollo económico, los nuevos países contaminantes solo han echado unas pocas gotas a un vaso –el del presupuesto de carbono– que durante más de dos siglos ha sido llenado por países occidentales.

La polémica internacional sobre el desarrollo sostenible aparece en todos los debates y negociaciones de las cumbres climáticas, pero fue planteado de la forma más clara posible en París por el ministro de Energía de India, Piyush Goyal, como réplica al exvicepresidente de Estados Unidos y Premio Nobel de la Paz por su activismo ambiental, Al Gore: “Yo haría lo mismo después de 150 años. Después de usar mi carbón, después de crear empleos. Después de crear mi infraestructura y carreteras y caminos. Cuando tenga tecnología. Cuando mi gente gane 50-70 mil dólares de ingreso per cápita usando energía basada en combustibles fósiles. Como hizo Estados Unidos durante 150 años. Es muy fácil decir ahora: nosotros ya no usamos carbón. ¿Y en el pasado qué? Solo pido el espacio de carbono que ustedes utilizaron durante 150 años.”

El excanciller ecuatoriano Fander Falconí resumió esta misma idea en que los ciudadanos de los países subdesarrollados se sienten como “fumadores pasivos”, en el sentido de que sufren las consecuencias negativas de una contaminación que no han emitido sin ningún tipo de contraprestación por ello.

Otro elemento fundamental de la crisis climática pero que no se suele tener muy en cuenta en la mayoría de los análisis es su dimensión de clase. El 1% más rico de la población mundial, en el que se incluye a las rentas más altas de las sociedades occidentales y a unas pocas pero cada vez más numerosas élites del resto del mundo, es responsable del doble de las emisiones de gases de efecto invernadero que el 50% más pobre, de manera que unos 30 millones de privilegiados están contaminando lo mismo que casi 4.000 millones de personas principalmente de Asia, África y América Latina.

Figura 1: Emisiones en función del nivel de ingreso individual a escala global

Esta reelaboración de la crítica, que señala a las clases altas más que a los países desarrollados, lleva tiempo fraguándose en las mentes de activistas climáticos como el periodista francés Hervé Kempf, autor del libro Cómo los ricos destruyen el planeta, pero ha adquirido su mayor relevancia durante esta cumbre.

Medios de comunicación de numerosos países y diferentes orientaciones ideológicas han criticado la “hipocresía verde” y el greenwashingde hasta 400 líderes mundiales, como Joe Biden, Boris Johnson, Jeff Bezos o Bill Gates, que aterrizaron en Escocia con sus grandes comitivas en jets gubernamentales o privados para discutir sobre cómo limitar la contaminación mundial. Puede parecer un detalle menor, pero según Greg Archer, director de la campaña de Transporte y Medio Ambiente en Reino Unido: “Uno de esos jets, en vuelo de ida y vuelta de tres horas, causa tantas emisiones como el británico medio en un año”.

¿Por qué no cooperan (de verdad) los países?

Una vez planteadas la dimensión y la urgencia del problema, necesariamente surgen preguntas acerca de por qué no se hace lo necesario para evitar la crisis climática. De manera simplificada, se puede responder que existe una disonancia entre la temporalidad de la amenaza climática, a medio/largo plazo –aunque ya se perciban sus primeras consecuencias–, y las percepciones cortoplacistas más o menos justificables de la mayoría de los seres humanos.

La tercera crítica que se repasa en este artículo parte de que los países se hacen trampas al solitario en lo relativo a la lucha contra el cambio climático. En primer lugar porque, como ha revelado una larga investigación de The Washington Post, existe una gran diferencia entre la suma de las emisiones declaradas por los países y las que se producen realmente, ya que resulta muy tentador maquillar los datos nacionales de muchas formas para así hacer creer al mundo que se cumple con los compromisos medioambientales.

En segundo lugar, porque las emisiones de la aviación internacional, que se estima que son superiores a las de Estados Unidos, no se atribuyen a ningún país. Y, en tercer lugar, porque las emisiones que sí se imputan a cada Estado en una economía globalizada son bastante discutibles: por ejemplo, la emergente clase media china solo es responsable de una parte de la huella ecológica de su país, convertido desde hace décadas en la fábrica mundial para el consumo occidental por la deslocalización industrial, si bien se ha beneficiado económicamente de ello.

El comportamiento cortoplacista de la comunidad internacional en su práctica totalidad provoca que la respuesta a la crisis climática se asemeje a la representación más conocida de la teoría de juegos, el dilema del prisionero. En este ilustrativo modelo, cada uno de los participantes tiene un incentivo egoísta para no cooperar esperando que el otro lo haga, pero ese comportamiento lleva casi siempre al peor resultado posible: la condena para ambos. Añádasele que en este caso tendríamos un juego con casi doscientos Estados –o con más de 7.800 millones de habitantes– y una gradación en la culpabilidad de cada “preso”, y el resultado es una situación enormemente compleja. Y, como se suele decir, los problemas difíciles no admiten soluciones fáciles.

Frente a esto, una visión a largo plazo apunta a que sería mucho menos costoso cambiar ahora radicalmente el modelo productivo para afrontar la crisis climática que esperar a que se desencadene un colapso de consecuencias impredecibles. Esta es la idea en la que se basan numerosas propuestas, desde el Green New Deal ecokeynesiano que abandera la congresista estadounidense Alexandria Ocasio-Cortez hasta el decrecimiento que ya defiende abiertamente el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC) en su adelanto al informe de 2022 –unas conclusiones que los expertos decidieron hacer públicas por adelantado por miedo a las presiones políticas para suavizarlas, como había ocurrido en informes anteriores–.

Sea cual sea la transformación por la que se apueste, la decepción de Glasgow revela que es imprescindible tener en cuenta la dimensión social de la crisis climática para que los distintos actores acepten las restricciones que les puedan provocar las políticas ecológicas, y que esa dimensión social debe abordarse en las escalas local, nacional y, por supuesto, global.

Referencias

Cohen, B. y Shenk, K. (2017): Una verdad muy incómoda: ahora o nunca, Paramount Pictures.

Falconí, F.; Burbano, R.; y Cango, P. (2016): “La discutible curva de Kuznets”, Documento de trabajo. FLACSO Quito, Ecuador, pp. 1-19.

Fresneda, C. (2021): “La ¨hipocresía verde¨: a la Cumbre del Clima en jet privado”,El Mundo. https://www.elmundo.es/ciencia-y-salud/medio-ambiente/2021/11/03/618120eefdddffb3118b45e4.html

Gore, T.; Alestig, dM; y Ratcliff, A. (2020): Combatir la desigualdad de las emisiones de carbono, Oxfam.

IPCC (2021): “Summary for Policymakers”, en Climate Change 2021, The Physical Science Basis. Contribution of Working Group I to the Sixth Assessment Report of the Intergovernmental Panel on Climate Change, Cambridge University Press, In Press, pp. 1-41.

Mooney, C.; Eilperin, J.; Butler, D.; Muyskens, J.; Narayanswamy, A. y Ahmed, N. (2021): “Countries’ climate pledges built on flawed data, Post investigation finds”, The Washington Post. https://www.washingtonpost.com/climate-environment/interactive/2021/greenhouse-gas-emissions-pledges-data/

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