Después de Afganistán… ¿Qué hay?
“Varo, ¡devuélveme mis legiones!” gritaba el emperador Augusto al enterarse de la derrota de las legiones romanas en el Bosque de Teutoburgo y la pérdida de las águilas sagradas que coronaban los estandartes. La última águila estadounidense -un C-17- despegó del aeropuerto de Kabul-Afganistán el 30 de agosto en lo que, a ojos del mundo, fue una retirada estrepitosa, un espectáculo bochornoso: la caída del imperio frente a los “barbaros”.
Mas allá de la búsqueda de los culpables, convertida en una querella partidista (el agua sucia va de la bancada republicana a la demócrata y viceversa) el fin de la presencia estadounidense en suelo afgano deja muchas preguntas en el aire.

El ambiente de incertidumbre que se respira en occidente bajo una posible nueva oleada de migrantes en las puertas de Europa -o en la válvula de escape turca-, la caída de los principales “proyectos” en la región de medio oriente, la emergencia de potencias regionales -más o menos independientes- y una china ascendente y poderosa, cierne amplios interrogantes sobre el futuro de la política exterior estadounidense: ¿estamos frente a un declive del sistema internacional a imagen y semejanza Yankee?
Lo único que es cierto y que se convierte en el nuevo rompecabezas de los analistas en Washington es la pregunta por el futuro, un futuro post Afganistán, el cómo evadir ese fantasma del pasado, una suerte de síndrome de Vietnam que se reafirma en las últimas experiencias.
No se debe ir tan lejos -como el anteriormente mencionado Vietnam- para hacer eco de las malas decisiones y los objetivos inacabados que llevaron a los Estados Unidos a plantearse guerras en países lejanos. Principalmente en la llamada “guerra contra el terrorismo”, que en suelo afgano se transformó en una guerra perpetua equivalente a la experiencia soviética que empezó en 1979 y terminó diez años más tarde.
El conteo de los recientes desaciertos de estados unidos en materia de política exterior y de poder geopolítico se ejemplifica no solo en la caída de Kabul -a la cual hemos asistido de forma inmediata gracias a las redes sociales y la instantaneidad del internet frente a los reportes de la situación- sino que hace recordar uno de los recientes casos, principalmente en el continente asiático.

Cuando los Estados Unidos invadieron Iraq en 2003 para sacar a Sadam Hussein del poder, desconocieron que el eliminar al líder sunní en primer lugar fracturaría aún más la débil estructura estatal iraquí; sostenida a base de fuerza y terror. Y daría paso a una etapa que quiso evitar el mismo Hussein, la del coletazo de la revolución islámica en Irán.
El cálculo inicial de sacar al dictador iraquí del poder descartó las variables secundarias que tendría un acto como este; la inestabilidad de un estado que antecede a la nación difícilmente se podría palear a través de la promesa de la democracia liberal, puesto que el advenimiento de facciones y grupos post Hussein estaba asegurado en un país lleno de contradicciones.
Con el tiempo y fruto de las heridas de la guerra (los escándalos por las torturas y las violaciones a DDHH por parte de las tropas de EEUU) generarían el clima para el nacimiento del estado islámico; que resultó ser una cura peor a la enfermedad en el contexto de la lucha contra Al Assad en Siria.
Luego de una década, los Estados Unidos se vieron envueltos de nuevo en la guerra, esta vez contra extremistas más sanguinarios -y frente a la posible caída de Bagdad en el impetuoso avance del E.I-. Resulta interesante el entrever entonces la reivindicación de los suníes por las tierras iraquíes y la construcción de un califato en un estado donde la ocupación exacerbó las disputas sectarias.

¿La consecuencia? una Iraq golpeada, dividida y cada vez más cercana a la influencia iraní a través de las denominadas milicias chiitas que operan con mayor fuerza desde la resistencia ante el Estado Islámico; una oportunidad inigualable para el gigante persa que quizás más tarde se formalice a través de la vía democrática con un gobierno abiertamente chií y pro-iraní.
Actualmente las tropas que se mantienen en Iraq son irrisorias y la incapacidad de influir de nuevo en el estado árabe se demuestra -cada vez más- en acciones como el voto del parlamento el año pasado en el cual se pedía al gobierno expulsar a las tropas extranjeras de su suelo.
El caso sirio demuestra nuevamente la derrota de los estados unidos ante sus pretensiones geopolíticas en medio oriente; el gobierno de Bashar al Assad se mantiene en pie luego de un decenio de cruenta guerra que aún no llega a su fin, pero que desde hace tiempo ha dejado fuera de la ecuación a Washington.
La apuesta por desmembrar el estado sirio ha fallado frente a la contundente alianza de Turquía (quien sostiene un conflicto con los Kurdos del PKK Turco y sus aliados los kurdos de las YPG, YPJ sirios e, incluso, aporta a la resistencia de varios grupos en la gobernación de Idlib; último bastión de resistencia) y Rusia, quien ha sido el aliado estratégico de Damasco desde el 2015, entrando de lleno en el conflicto para asegurar la permanencia en el poder de Assad.

La alianza para las patrullas conjuntas entre Erdogan y Putin precipitó la salida de las fuerzas estadounidenses que abandonaron a los kurdos a su suerte, sellando la participación de las fuerzas norteamericanas en Siria. Esto, sin hablar del papel de Hezbollah y la creciente influencia de las milicias chiitas pro-iraníes en similitud al caso iraquí, que continúa evidenciando el fracaso de la campaña estadounidense en Siria.
Lo que comenzó con el discurso de la democracia y el apoyo a los civiles radicalizados -fruto de la represión a las protestas de la ya lejana “primavera árabe”- decantó en un frenesí yihadista, una alianza improbable (los kurdos de Rojava) y un final propio de un jaque mate diplomático que obligó a las tropas a salir antes de lo previsto del suelo sirio.
Finalmente, entre los casos vale la pena hacer hincapié en la guerra del Nagorno Karabaj en la región del Cáucaso, donde Estados Unidos ha brillado por su absoluta ausencia. Nuevamente y en extrema semejanza a la situación en Siria fueron los rusos -en negociaciones con los azeríes y los turcos- quienes tomaron las decisiones en el terreno en un movimiento diplomático en donde Moscú salvó de la derrota absoluta a los armenios.
En Washington, en poco o nada se pudo actuar. La derrota armenia demostró la capacidad turca como potencia regional, la confirmación del llamado neo-otomanísmo -que aleja cada día más a Ankara de la órbita estadounidense-. Además, dejó entrever el poderío de los drones Bayraktar como verdaderos “game changers” y la resolución absoluta de Erdogan en ayudar a sus aliados regionales.

Las derrotas estratégicas en terrenos como el sirio, el iraquí y la ausencia en conflictos como el de Nagorno Karabaj, junto a la pérdida de confianza de la comunidad internacional frente a los vaivenes de la política norteamericana -cautela de si en 4 años se sentará otro “outsider” en el despacho oval- y los fallos como el llamado “snapback” para postergar el fin del embargo de armas sobre Irán -por solo mencionar algunos ejemplos-, se congregan en el evento coyuntural más sonado: la caída de Afganistán a manos del Talibán.
Ahora bien, luego de una guerra de 20 años -que termina- en un total fracaso, el ideal de intervención estadounidense debe de cambiar para bien. Replantear y reconsiderar las nuevas formas en el tablero geopolítico es menester en las universidades de élite y en los institutos que forjarán a los próximos líderes.
La reedición de la política del gran garrote, la política de las sanciones, la política de la “máxima presión”, todas han fracasado; ¿qué le queda a Biden por experimentar? Después de Afganistán… ¿qué hay?
Una respuesta podría ser; a vuelta a las alianzas tradicionales, el reordenamiento de un sistema internacional basado en la confianza por las leyes y el respeto a los acuerdos. Una diplomacia que se aleje de las bravuconerías y de las amenazas guerreristas; distanciarse de la visión “democracia para todos” y a la fuerza para abordar un tratamiento pragmático frente a los conflictos puntuales y sobre todo hacer frente a china en la disputa hegemónica.

Recobrar lazos perdidos con la Unión Europea, recuperar la alianza y el compromiso de Ankara para con la OTAN y evitar el fracaso de los diálogos frente al acuerdo nuclear iraní, son capítulos a trabajar en el cuatrienio de Joe Biden en la Casa Blanca.
De las derrotas se debe de aprender, de las consecuencias de malas decisiones aún más. Luego de Afganistán hay mucho por enderezar; pero debe de ser pronto. Estados Unidos está frente a un fin de era. Dependerá de ellos si quieren seguir sumando momentos como Saigón y Kabul o construir una nueva visión frente a su papel en el mundo.
Referencias
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