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“Sólo puedo decir que los obispos son unos hijos de puta. Eso es cierto. La mayoría de ellos son homosexuales”. Con estas palabras acometía en enero Rodrigo Duterte, presidente de Filipinas, contra los representantes de la Iglesia Católica en su país. Los embistes de Duterte contra los obispos se han convertido en algo común durante los últimos años. Tan solo un mes antes, en un discurso en Manila, el presidente había asegurado que estos sacerdotes eran unos “bastardos que no sirven para nada”, que “lo único que hacen es criticar” y que habría que matarlos. También se ha permitido insultar los fundamentos de la fe católica, llamando “estúpido” a Dios y ridiculizando el pecado original.

La situación es paradójica, pues el propio Duterte es católico confeso, así como la gran mayoría de su electorado. No en vano, el 85% de la población del país se declara seguidora de esta fe. ¿Por qué, entonces, enfrentarse a una de las entidades más populares de Filipinas? La respuesta es doble. Por un lado, el presidente asegura haber sido víctima de los abusos de un cura cuando era niño, hecho que, según explica, definió su carácter. Comprensible. Pero, por otro lado, Duterte ha encontrado en la Iglesia Católica uno de los principales grupos opositores a su programa estrella: la guerra contra la droga. 

Tras ser elegido presidente de Filipinas en 2016, Rodrigo Duterte se dispuso a cumplir su principal promesa electoral y “limpiar las calles” de drogadictos. Según él, había entonces más de tres millones y medio de drogodependientes en el país, a pesar de que la anterior administración los había cifrado en menos de la mitad. Desde entonces, Duterte ha utilizado tácticas brutales contra quienes figuran en las listas de vigilancia que maneja el gobierno y que, según el New York Times, contendrían hasta un millón de nombresde individuos relacionados de algún modo con el tráfico de drogas en el país. Para acabar con ellos, el presidente ha dado autoridad tanto a los miembros de los cuerpos de seguridad como a los propios civiles para buscar, detener y asesinar a cualquier sospechoso. Como era de esperar, tales medidas han desencadenado una oleada de asesinatos -varios de ellos extrajudiciales, como reconoció el propio Duterte en Septiembre-que ha alcanzado cifras alarmantes. A finales de 2018, las propias autoridades indicaban que 5.000 personas habían muerto en el marco de estas operaciones, mientras que grupos defensores de los derechos humanos como Human Rights Watcho Amnistía Internacional aseguran que en realidad se había asesinado entre 12.000 y 20.000 individuos.

Ante el aumento de la violencia en el país, varios clérigos comenzaron a emprender acciones para protestar contra estas políticas. Al principio, dichas iniciativas fueron tomadas de forma individual por religiosos como Jun Santiago, que durante meses tomó fotografías de las escenas del crimen tras los asesinatos que se producían en su localidadpara luego exponerlas en los aledaños de su iglesia, en un esfuerzo por concienciar a sus vecinos. Su iglesia se ofreció a costear el entierro de quienes caían abatidos por las autoridades, dado que muchas veces sus familias no tenían recursos para hacerlo. Sin embargo, a medida que la situación se recrudeció, los representantes de la Iglesia Católica en el país acercaron sus posturas para dar una respuesta conjunta. En febrero de 2017, la Conferencia de Obispos Católicos de Filipinas (COCF) emitió un comunicado criticando el “reino del terror” instaurado por Duterte, y se convocaron manifestaciones en Manila para protestar contra el presidente. A raíz de esas movilizaciones, en las que participaron miles de personas, los sacerdotes comenzaron a criticar abiertamente la violencia de las autoridades en sus sermones semanales, y a ofrecer en sus iglesias servicios de rehabilitación, consuelo y refugio. Fue entonces cuando Duterte, empeñado en continuar con su campaña antidroga sin importar el coste, comenzó a arremeter contra los religiosos, amenazándolos con publicar información relativa a escándalos sexuales si no cesaban en sus críticas.

Ese ambiente de crispación contra la Iglesia fomentado por el presidente parece haber arraigado entre sus seguidores e inspirado la enésima oleada de asesinatos desde que llegase al poder. Ahora, las víctimas son los sacerdotes. Desde diciembre de 2017 tres de ellos han sido asesinados por individuos sin identificar, y un cuarto resultó herido de bala tras un tiroteo. Aunque pueda parecer que el número de víctimas no es demasiado elevado, especialmente en comparación con las cifras de la campaña contra el narcotráfico, el asesinato de clérigos no es algo común en el país. Hay quienes han apuntado a una persecución auspiciada por el gobierno, aunque el portavoz de la COC asegura que no existen evidencias de ello. Sin embargo, la sensación de inseguridad y falta de protección frente a tales ataques parece haberse extendido entre los sacerdotes. Temerosos de que la situación empeore, varios han optado por abandonar sus lugares de culto y ocultarse durante un tiempo, mientras que otros han alzado la voz y pedido a Duterte que cese sus provocaciones.

Por el momento, no parece que vaya a hacerlo. A pesar de su crudeza, la campaña antidroga fue recibida con los brazos abiertos por gran parte de los filipinos, especialmente por las clases medias y por quienes viven en las zonas pobres de grandes urbes, que la veían como un paso necesario para recuperar la seguridad en las calles. De hecho, hasta hace poco la popularidad del presidente se ha mantenido cercana al 80%, y solo ha disminuido al 60% debido a un reciente repunte de la inflación. Además, Duterte ya ha avisado de que será necesario seguir luchando contra el narcotráfico al menos hasta el fin de su mandato en 2022, lo que sin duda supone más violencia. Por tanto, parece claro que a esta guerra, brutal tanto en lo físico como en lo dialéctico, todavía le quedan varias batallas.

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