Consecuencias ambientales de los conflictos armados
Por Eneko Arrondo, investigador pre-doctoral en ecología y biología de la conservación.
Cuando estalla un conflicto armado, la atención mediática tiende a focalizarse en la tragedia humanitaria y en los efectos económicos. De igual forma, la acción política suele ir encaminada, como es lógico, a controlar y mitigar estos factores. Sin embargo, las guerras tienen otra serie de consecuencias que por no ser prioritarias suelen pasar inadvertidas. Un ejemplo claro son los daños medioambientales.

Es cierto que en algunos casos, durante la guerra, puede haber consecuencias positivas para la biodiversidad. El más habitual es la creación espacios libres de acción humana en forma de zonas de exclusión como los altos del Golán, la línea verde en Chipre o la zona desmilitarizada entre las dos Koreas. En otras ocasiones, se fundan parques naturales en áreas disputadas como ocurrió tras la guerra del Cenepa entre Ecuador y Perú o el Área de Conservación Transfronteriza Kavango-Zambezi que engloba la región fronteriza de cinco países de África del Sur (Machlis & Hanson 2011).
Otros efectos positivos se derivan de la reducción de la presión antrópica sobre determinados recursos durante la contienda. Así ocurrió con la recuperación de las pesquerías en el mar del norte por la reducción de capturas durante la primera y segunda guerra mundial o la reforestación de áreas agrícolas abandonadas en Azerbayan entre 1991 y 1994. Pero estas consecuencias beneficiosas son salvedades y la tónica general es que las guerras tengan consecuencias ambientales nefastas (Hanson 2018).
Este hecho es conocido desde antiguo y ya en la Columna Trajana se puede observar la deforestación ocasionada por las tropas romanas al construir el famoso puente de madera diseñado por Apolodoro para cruzar el Danubio y conquistar la Dacia. Pese a este componente histórico de los desastres ecológicos asociados a los conflictos, las guerras modernas han supuesto un agravamiento de los daños medioambientales durante los conflictos bélicos. No solo porque la tecnología ha aumentado la capacidad destructiva del ser humano si no porque la mayoría de los conflictos modernos ocurren en lugares de alto valor ecológico. De hecho, entre 1950 y 2000 el 80% de los conflictos con más de mil víctimas ocurrieron en los denominados hotspots de biodiversidad. Es decir, en zonas de vital importancia para la conservación medioambiental (Hanson et al. 2008).

Los daños ambientales de un conflicto pueden ser divididos a priori en dos grandes bloques: los ocasionados directamente por los combates y aquellos que ocurren indirectamente por la desestabilización político social que supone la guerra. Los primeros, a su vez pueden ser involuntarios como la contaminación por mercurio proveniente de armamento de la II guerra mundial de algunos peces del Atlántico o, bien por el contrario, pueden ser causados a propósito como arma de guerra.
Entre estos se encuentran algunos ejemplos tristemente famosos como la quema de los pozos petrolíferos Kuwaities por parte de Sadam que ocasionó el derramé terrestre de petróleo más importante de la Historia o la defoliación con agente naranja de dos millones y medio de hectáreas en Vietnam para evitar la ocultación del Vietcong (Husain 1995; Stellman 2003). Ocasionar desastres ecológicos es de hecho, una táctica habitual en la lucha contra insurgentes como demuestran los casos de los incendios forestales provocados por Turquía contra la guerrilla Kurda y la desecación de las marismas de Mesopotamia en Irak para sofocar las revueltas chiitas entre finales de los ochenta y principios de los noventa (Gurses 2012; Richardson & Husain 2006).
En el grupo de los daños ecológicos fruto de la inestabilidad político social, se engloban aquellos que ocurren como consecuencia de la desaparición durante la guerra de los mecanismos administrativos de protección de la naturaleza. Habitualmente, por motivos de seguridad, las ONGs y el resto de personal involucrado en la defensa del medio ambiente, se ven obligados a abandonar la zona de conflicto. Este vacío de autoridad lleva a que los recursos naturales sean explotados en esas zonas de forma salvaje e indiscriminada.

No en vano, en las guerras del Congo y Ruanda, se comprobó que aquellos parques naturales que seguían teniendo soporte internacional, sufrieron menos las consecuencias del conflicto que aquellos que habían sido abandonados (Hanson 2011). Uno de los principales recursos que son esquilmados durante una guerra es la madera. Bien sea para consumo o para su exportación ilegal como ocurre en algunos conflictos africanos (Hanson 2018).
Durante el genocidio de Ruanda, los campos de refugiados instalados en la vecina República Democrática del Congo se encontraban en los alrededores del Parque Nacional de Virunga famoso por la película Gorilas en la Niebla, donde la deforestación ocasionada por la recogida de leña alcanzó los 300 km2 (Hanson 2018). Además, en esa época, el aumento del furtivismo en la zona llevó a la casi total desaparición de algunas especies emblemáticas como los hipopótamos (Hippopotamus amphibius). De hecho, el aumento del furtivismo es sin duda uno de los impactos ecológicos más generalizados durante un conflicto.
Este fenómeno se agrava por la proliferación de armas ligeras fuera de control y llega hasta el punto de que en un análisis realizado entre 1946 y 2010, la existencia de un conflicto armado fue la variable que mejor predecía el declive de diferentes especies de grandes mamíferos africanos (Daskin & Pringle 2018). Los furtivos pueden estar motivados por la propia subsistencia y la necesidad de obtener alimento, pero sin duda las guerras suponen también un aumento del tráfico ilegal de especies. Este tráfico no solo afecta a especies animales, si no también plantas e incluso hongos como ocurrió con la guerrilla maoísta nepalí que suministraba estos productos a la “medicina” tradicional china (Hanson 2018).
Otro denominador común de muchas guerras es la roturación de tierras para el cultivo de droga con la que financiar los grupos armados de turno. Así lo han hecho los talibanes con el opio en Afganistán y la guerrilla y los paramilitares con la coca y la marihuana en Colombia. En esta misma línea de financiamiento del conflicto mediante la explotación descontrolada de los recursos, están casos más singulares como los famosos diamantes de sangre de Sierra Leona y Liberia o la exportación de petróleo por parte del ISIS al este del Éufrates (Hanson 2018).
A tenor de los datos expuestos en este artículo podría suponerse que la “ecología de guerra” es una disciplina bien asentada dentro de la biología de la conservación. Sin embargo, la falta de seguridad hace que los efectos de muchos conflictos permanezcan sin analizar y por tanto sin reparar. Pese a que esta cuestión es sin duda difícil de solventar, ayudaría mucho la existencia de convenios y legislación internacional que velen por la protección de la biodiversidad igual que ocurre con los Derechos Humanos o con el uso de armas biológica y químicas. Tan solo recientemente la ONU ha emitido tímidas resoluciones en esta línea (United Nations 2016) que, al no comprometer realmente a los Estados miembros por no ser vinculantes, difícilmente obtendrán algún resultado tangible.
Dada la escala de la actual crisis ambiental que vivimos, es necesaria una implicación mucho mayor de los Estados para mitigar los efectos de los conflictos armados sobre la biodiversidad.

Referencias:
1. Daskin, J. H., & Pringle, R. M. (2018). Warfare and wildlife declines in Africa’s protected areas. Nature, 553(7688), 328-332.
2. Gurses, M. (2012). Environmental consequences of civil war: evidence from the Kurdish conflict in Turkey. Civil Wars, 14(2), 254-271.
3. Hanson, T. (2011). War and biodiversity conservation: the role of warfare ecology. In Warfare Ecology (pp. 125-132). Springer, Dordrecht.
4. Hanson, T. (2018). Biodiversity conservation and armed conflict: a warfare ecology perspective. Annals of the New York Academy of Sciences, 1429(1), 50-65.
5. Hanson, T., Brooks, T. M., Da Fonseca, G. A., Hoffmann, M., Lamoreux, J. F., Machlis, G., ... & Pilgrim, J. D. (2009). Warfare in biodiversity hotspots. Conservation Biology, 23(3), 578-587.
6. Husain, T. (1995). Kuwaiti oil fires: Regional environmental perspectives. Elsevier.
7. Machlis, G. E., & Hanson, T. (2011). Warfare ecology. In Warfare Ecology (pp. 33-40). Springer, Dordrecht.
8. Richardson, C. J., & Hussain, N. A. (2006). Restoring the Garden of Eden: an ecological assessment of the marshes of Iraq. BioScience, 56(6), 477-489.
9. Stellman, J. M., Stellman, S. D., Christian, R., Weber, T., & Tomasallo, C. (2003). The extent and patterns of usage of Agent Orange and other herbicides in Vietnam. Nature, 422(6933), 681-687.
10. United Nations. 2016. Protection of the environment in areas affected by armed conflict. UNEP/EA.2/Res. 15. Nairobi. United Nations Environment Assembly of the United Nations Environment Programme.