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El pasado 8 de octubre en París, un total de 136 países acordaron, por primera vez, un tipo mínimo para el impuesto de sociedades de un 15%. Los países firmantes abarcan un 90% del PIB internacional e incluyen a todos los Estados de la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos) y del G20. Y, si bien tan solo se ha ratificado, se prevé que su firma se produzca en 2022 y que el acuerdo entre finalmente en vigor a partir del 2023.

Pese a que la mayor parte de países tienen una tasa impositiva superior al 15% (la media global roza el 24%), este acuerdo tiene como objetivo, entre otras cosas, frenar en seco la espectacular caída que lleva experimentado este impuesto por parte de los países que han buscado atraer inversiones extranjeras, bajando sus impuestos y ofreciendo una serie de ventajas fiscales.

Además, el acuerdo está conformado por otro pilar que busca que las multinacionales paguen impuestos en aquellos países en los que tienen actividad económica, con independencia de si tienen presencia física allí o no, con el objeto de terminar con los llamados paraísos fiscales.

Pese a que la mayoría de países no van a tener que adaptar su legislación fiscal ante este nuevo convenio, algunos sí van a verse afectados.

Especialmente reticentes han estado algunos estados europeos, como son Irlanda, Estonia y Hungría, que no se han sumado al acuerdo hasta el último minuto, presionados por sus aliados de la OCDE.

En el caso de Irlanda, hay que añadir que gran parte de su boyante desarrollo económico en las últimas décadas se ha debido principalmente a una mayor liberalización que el resto de la Eurozona (el Impuesto de Sociedades es del 12,5% desde 2003, mientras que en España es del 25%) y a un sistema que favorece el uso de dinámicas estrategias de ingeniería fiscal, que permiten a las empresas pagar incluso una cuantía menor de la del 12,5%.

Una de ellas, es el famoso Doble irlandés y sándwich holandés, que es una técnica de evasión fiscal consistente en enviar los beneficios obtenidos en una compañía irlandesa a una empresa subsidiaria en Países Bajos, para después desplazar esos beneficios a otra compañía irlandesa ubicada en un tercer país, no europeo, con una carga impositiva mucho menor o inexistente.

Empresas como Google o Apple se han beneficiado de estas oportunidades durante años, que han consolidado a Irlanda como un país muy atractivo para las empresas tecnológicas con beneficios millonarios (Facebook, Amazon o TikTok, entre otras) que han decidido establecer allí su sede europea.

Sin embargo, con el nuevo acuerdo, Irlanda pierde una parte de su atractivo y corre el riesgo de dejar de ser “la capital tecnológica de Europa”. El gobierno irlandés deberá intentar diversificar su economía si quiere seguir siendo competente, ya que actualmente el sector financiero y las empresas de IT suponen la mayor parte de ingresos del país y son los que lograron, tras la crisis del 2008, hacer que el porcentaje de parados se redujese a la mitad.

Una mano de obra muy cualificada, una economía muy abierta y las ventajas que le ha dejado el brexit en materias de inversiones extranjeras, pueden mantener un clima favorable en la isla.

En el caso de Estonia, su primer ministro Kajan Kallas, justificó su conformidad (de forma tardía) al acuerdo, al admitir que no va a tener un gran impacto para los empresarios y emprendedores estonios.

El país tiene un impuesto de sociedades del 20%, en sincronización con la media de los países de la Unión Europea. Además, pese a que el Índice de facilidad para hacer negocios le colocaba en el puesto número 16, la economía del país báltico se basa principalmente en la ingeniería, el equipamiento electrónico y el suministro de madera. Por lo que a diferencia de Irlanda, el mercado financiero juega un rol mucho menor.

Por último, tenemos el caso de Hungría, pues en los últimos años ha liberalizado su economía más que cualquiera de sus países vecinos, bajando sus impuestos sobre sociedades del 19% al 9% en 2017, convirtiendo así al país en el estado europeo con la tasa más baja.

El gobierno de Viktor Orbán ha logrado ganarse la simpatía de los inversores extranjeros ofreciendo a las empresas multinacionales un acceso rápido, fácil y barato al mercado común europeo.

Por un lado, Hungría dispone de una gran cantidad de tratados de doble imposición con segundos países, lo que facilita el asentamiento de mano de obra extranjera cualificada. Además, dispone de otras ventajas, como un impuesto de retención del 0%, o la permisión de que una sociedad pueda constituirse en el país tan solo con un accionista y un director (que puede ser la misma persona y no necesita ser ciudadano ni nacional húngaro).

Independientemente de su sector financiero, la economía húngara está creciendo por todos sus costados. El turismo hasta antes de la pandemia crecía a un ritmo del 7% al año y Budapest se ha consolidado como una de los destinos europeos más atractivos. Al igual que para la industria financiera, la industria del turismo se ha beneficiado mucho de su posición central en Europa y su buena comunicación con otras capitales, que también se han erguido como destinos turísticos muy codiciados como Viena, Bratislava o Praga.

La buena logística ha colocado a Hungría como una de las potencias exportadoras de la Unión Europea y las relaciones comerciales con sus vecinos no dejan de crecer al mismo tiempo que giña un ojo a China, Estado que lleva años invirtiendo en el país, y que se ha granjeado la simpatía del gobierno de Viktor Orbán desde la pasada década.

Encabezado del Modelo 200, para la declaración del Impuesto sobre Sociedades, en el ejercicio 2017. Fuente: https://www.agenciatributaria.es/AEAT.

Finalmente, está por ver qué escenario se dibuja con el nuevo acuerdo a partir del 2023,  dentro y fuera de las fronteras europeas, y como actuarán los inversores y las multinacionales ante los cambios en las legislaciones de aquellos países que siempre se han mostrado muy flexibles con ellos.

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