¿La democracia brasileña corre peligro?
Desde su redemocratización, Brasil ha tenido problemas para lidiar con la memoria del régimen cívico-militar que vivió entre 1964 y 1985. Mientras que otras naciones sudamericana enfrentaron en los años 80 lo que Friderichs (2017) cualifica como una “transición por colapso”, con un retorno de civiles al poder sin pactos con el gobierno autoritario anterior, Brasil vivió una “transición por consenso”, más semejante a la ocurrida en España en la década anterior.

Eso significa que la reapertura política brasileña se produjo bajo tutela de la propia élite del régimen hasta entonces vigente, con una serie de pequeñas liberalizaciones y una difícil negociación con las Fuerzas Armadas, que culminaron en la inauguración del primer presidente civil en 21 años, José Sarney, en 1985, en la promulgación de la Constitución de 1988 y en el retorno de las elecciones presidenciales directas en 1989.
La Ley de Amnistía de 1979, firmada por el entonces presidente João Figueiredo, concedió simultáneamente el perdón a los presos políticos y a los responsables por los crímenes cometidos por el régimen hasta aquel año. Dicha ley dio paso al proceso de redemocratización con una retórica conciliatoria, pero que fallaba en garantizar las debidas demandas legales por desapariciones forzosas, censura, asesinatos y otros delitos cometidos por fuerzas del Estado desde el golpe militar de 1964. La Comisión Nacional de la Verdad no fue establecida hasta 2011, para investigar las violaciones de derechos humanos por agentes públicos entre 1946 y 1988.

Las consecuencias de la discusión tardía sobre la dictadura se observan en el Brasil actual. Mientras que en países como Chile o Argentina suele existir un consenso entre la derecha y la izquierda de rechazo a discursos de carácter autoritario, en el gigante suramericano se desarrolló una corriente política y social que se dedica a rescribir la imagen de la dictadura.
Así, es común escuchar desde partidos y políticos más conservadores que los gobiernos militares no cercearon derechos, sino que reforzaron las libertades de los ciudadanos, previniendo la ascensión de un régimen como el que se había instalado en Cuba en 1959. Para ellos, preservar el país de la “amenaza comunista” justificaría los excesos, que no serían comparables a los cometidos por La Habana, Moscú o, más recientemente, Caracas.
Uno de los miembros más prominentes de dicha corriente es el actual presidente, Jair Bolsonaro. Desde sus días como diputado federal, ha demostrado en distintas ocasiones su aprecio por el régimen militar a través de pronunciamientos, participaciones en actos con simpatía hacia la dictadura y actuando jurídicamente para celebrar el periodo.
Dicho aprecio se hace más evidente en la actual constitución del gobierno, con la mayor cantidad de miembros militares desde la redemocratización. Además, Bolsonaro ha demostrado inclinaciones de carácter autoritario diversas veces desde su inauguración, con críticas y amenazas a periodistas, la aplicación de la Ley de Seguridad Nacional para investigar a opositores del gobierno, intentos de intervención en instituciones como la Policía Federal y ataques ideológicos a universidades públicas y a la producción científica.

Las críticas a la postura del presidente se intensificaron en las últimas semanas, con su cruzada para defender la adopción del voto impreso en las elecciones generales de 2022. Dicha propuesta de enmienda constitucional, presentada inicialmente por la diputada bolsonarista Bia Kicis, defendía una reforma en el sistema de votación electrónico brasileño, donde los votos registrados serían impresos para su posterior conferencia. El proyecto fue posteriormente alterado por el diputado Filipe Barros, también bolsonarista, para incluir la cuenta totalmente manual de los votos.
Bolsonaro argumentó que sería una forma de garantizar la transparencia de las elecciones y de evitar un cuestionamiento de los resultados como ocurrió en Estados Unidos en 2020. Asimismo, afirmó en diversas ocasiones que las elecciones de 2018, que le dieron victoria, y de 2014, donde Dilma Rousseff se reeligió por un estrecho margen, habían sido un fraude justamente por una supuesta facilidad de invasión de las urnas electrónicas.
Sin embargo, jamás presentó las pruebas que insistía en tener sobre dichos fraudes. En más de una ocasión, condicionó la realización de elecciones en 2022 a la adopción del voto impreso.

Eso generó una tensión sin precedentes entre los 3 poderes de la República. El Tribunal Superior Electoral, que organiza las elecciones, defendió la integridad y seguridad del sistema, afirmando que no hubo ninguna comprobación de fraude desde su adopción a partir de 1996. Asimismo, en contra del afirmado por Bolsonaro y sus aliados, la votación electrónica sería auditable e incluso hubo pedidos de recuento de votos anteriormente.
Igualmente, se sumaron a las críticas una gran parte de los diputados y senadores, que acusaban al presidente de intentar desestabilizar el proceso electoral, para cuestionar los resultados de 2022 en caso de que no salga reelegido. El Tribunal Superior Federal también demostró resistencia al proyecto, al cual ya había declarado inconstitucional en una liminar de 2020, argumentando que este ponía en riesgo el sigilo y la libertad de votación, una vez que un registro físico podría generar intentos de compra de votos o de intimidación de electores. Dicha opinión es compartida por los opositores al proyecto.
La crisis institucional tuvo su auge en el 10 de agosto de 2021, cuando el pleno de la Cámara de Diputados rechazó definitivamente el voto impreso. Durante los debates, en el vecino Palacio del Planalto, Bolsonaro saludaba junto a ministros y comandantes de las Fuerzas Armadas a un grupo de tanques y vehículos blindados, que se desplazaban hasta la ciudad de Formosa (Goiás), para un ejercicio militar. Aunque la maniobra ocurra anualmente desde 1988, pasó por primera vez por la Esplanada de los Ministerios de Brasilia, donde se encuentran los principales edificios gubernamentales, incluido el Congreso Nacional.

El acto fue ampliamente interpretado como un intento de intimidación del legislativo, una vez que el pasaje por la Esplanada supuestamente había sido requerido por el propio presidente. Asimismo, las tropas no se alineaban en la capital desde 1984, cuando Figueiredo las estacionó delante del Congreso mientras se votaba la restitución de las elecciones directas para presidente.
Así, con una tensión creciente entre las instancias gubernamentales, una radicalización de la base aliada de Bolsonaro y una incertidumbre sobre la postura de las Fuerzas Armadas, se puede debatir: ¿Brasil corre el riesgo de sufrir una ruptura institucional?
Por un lado, la coyuntura actual nos permite considerarlo. El país cuenta con un presidente con creciente impopularidad, pérdidas humanas y económicas causadas por la pandemia del COVID-19, y una alta tensión entre los comandos militares y el Congreso, una vez que las Fuerzas Armadas se resisten a asumir responsabilidad sobre los errores cometidos por el gobierno.
Antônio Sérgio Araújo Fernandes (Universidad Federal de Bahía) y Robson Zuccolloto (Universidad Federal de Espírito Santo) afirman que dichos factores llevan a una degradación de la joven democracia brasileña. Sin un amplio apoyo ni control de la situación económica y sanitaria, Bolsonaro recurre a declaraciones de carácter autoritario para defender su posición, lo que eleva los riesgos de una ruptura unilateral con el Estado Democrático de Derecho.
Aunque sea conocido como el “Trump de los trópicos”, Bolsonaro tiene instrumentos de refuerzo de autoridad distintos a los del expresidente estadounidense, en los que se destaca su relación con las Fuerzas Armadas. En 2020, al cuestionar la victoria de Joe Biden, Donald Trump no tuvo las tropas a su lado para reforzar sus alegaciones.
Pero su “equivalente” brasileño no solo ofreció espacio y más presupuesto para los militares en su gobierno, sino que empezó el proceso de cuestionamiento del sistema electoral más de 1 año antes de que la población volviera a las urnas, lo que le daría un margen mayor de justificación para no entregar el cargo en caso de derrota. Así, las Fuerzas Armadas brasileñas tienen una postura imprevisible, insistiendo en su papel como protectoras del Estado y de la libertad del pueblo, pero sin dejar claro si apoyarían al presidente en una eventual aventura golpista bajo la misma justificativa.

Por otro lado, los contextos doméstico e internacional son muy distintos a los que culminaron en el golpe de estado de 1964. Aunque las Fuerzas Armadas hayan protagonizado los gobiernos del periodo, el apoyo de una parte expresiva de la sociedad civil (empresarios, clase media, Iglesia Católica) fue importante para el éxito de la destitución del presidente João Goulart, cuyos apoyadores no reaccionaron para detenerla. En un momento de Guerra Fría, el apoyo de Estados Unidos también hizo la diferencia, al financiar a los adversarios de Goulart y estacionar tropas para un posible auxilio a los militares brasileños.
Sin embargo, la alta presencia de militares en el gobierno ya no tiene el mismo apoyo popular o institucional, lo que disminuye significativamente las posibilidades de éxito de otro régimen por ellos protagonizada. Encuestas del instituto DataFolha confirman que la mayoría de los brasileños no está de acuerdo con que miembros de las Fuerzas Armadas ocupen cargos civiles.
El contexto geopolítico tampoco es favorable, pues las demás potencias mundiales (los EE. UU. incluidos) y aliados regionales muy difícilmente apoyarían a una ruptura institucional desde Brasilia, lo que llevaría a retaliaciones y a la denegación de una nueva amnistía a los militares por tribunales internacionales.

La democracia brasileña vive su mayor prueba de fuego en los últimos 30 años, y la postura de Bolsonaro y de sus aliados no nos permiten excluir totalmente los riesgos de una ruptura. Sin embargo, la resistencia desde la población, de las demás instituciones y del medio diplomático demuestra un mayor compromiso en impedir cualquier aventura autoritaria instigada por el presidente. Si dicha postura sobrevive hasta una posible transferencia de poder en 2023, es posible que Brasil supere dicha crisis y pueda empezar a recuperarse.
Referencias
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