PAKISTÁN Y EL ORDEN DIVINO
Por Alejandro Matrán

Nos bajamos del coche y comenzamos a caminar por una oscura calle de la ciudad de Lahore. Es casi medianoche y los cables que cuelgan sobre nuestras cabezas apenas dejan pasar un miserable rayo de luz de los contados focos que alumbran estas callejuelas. Azeem saca su teléfono móvil y alumbra los pocos pedazos de suelo que podemos pisar sin enredarnos con bolsas de plástico o cualquier otro desperdicio.
Al fondo se escucha un ruido amortiguado que se va haciendo más claro según nos acercamos. Los tambores y cascabeles comienzan a mezclarse con el bullicio de la multitud que, tras cruzar la entrada del santuario, se vuelve ensordecedor. Azeem me aconseja no hablar en inglés pues podría atraer la atención de algún que otro ladronzuelo, así que decido no abrir la boca en ningún momento y limitarme a aparentar que me muevo en el ambiente con naturalidad.

Aunque mi físico ayuda a la tarea de camuflaje, entre las nubes de humo que se forman, de olor sospechoso, y el sudor que salpica del pelo largo de los derviches, mi expresión facial me delata cuando veo cómo un conjunto de hombres sentados en el suelo se pasan un cuenco dorado del que beben generosos sorbos. «Es marihuana», me dice Azeem al oído. «Estos santuarios son los únicos sitios donde se permite el consumo de drogas», continúa.
De alguna manera, los santuarios sufís son una especie de oasis repartidos por todo Pakistán, un país donde, a pesar de ser ilegal su consumo, la marihuana crece silvestre en los jardines de las embajadas y la adicción a los opiáceos es un problema. Pero estos santuarios no solamente son un oasis para el consumo de drogas sino que también lo son en un sentido político y espiritual; oasis de paz en un desierto de guerras sectarias.

Aunque Pakistán nació como un refugio para todos los musulmanes de la antigua India Británica, ahora que ya están todos en casa ha llegado el momento de convivir, lo cual no es fácil debido a todo tipo de diferencias étnicas, religiosas e ideológicas.
Técnicamente, el país está dividido en siete regiones administrativas, cada una con una gran cadena de reproches hacia las demás.
El principal debate es la influencia de la religión en la política de esta república islámica, situando a los sufís en el lado más secular y a los islamistas en el radicalmente opuesto.

Tras un intento fallido de entrar en las Áreas Tribales llego a Peshawar, donde conozco a Syed, que me lleva a su aldea en algún lugar cercano a la frontera con Afganistán.
Syed tiene veintitrés años y trabaja en un hotel. Además tiene dos hijos a los que no ve demasiado puesto que viven con su madre en otra casa más apartada. Mientras tomamos té y kulfi (el helado tradicional) en un descampado que, de día, funciona como cien campos de cricket, no duda en sacar una pistola como prueba de la tensión que se vive en la zona.
Peshawar es bien conocida por el ataque que sufrió una escuela en 2014, donde perdieron la vida más de 145 personas, en su mayoría menores de edad, reclamado por Tehrik-e-Talibán Pakistán, el brazo pakistaní de los famosos talibán afganos.
A la mañana siguiente, Syed deja que me levante a mi ritmo y en cuanto abro los ojos ordena a un chaval, de no más de diecisiete años, que prepare el desayuno. Después arrancamos la moto, que en Pakistán se utiliza hasta para ir a la esquina, y ponemos rumbo al desierto, donde nos encontramos con un grupo de cazadores.

Están sentados a la sombra de un sencillo porche de ramas, junto a sus palomas y halcones. Un muchacho corpulento hace las tareas de matemáticas mientras otro prepara algo de té verde y el resto me hace un hueco en el suelo de arena caliente. Entre el primer y el segundo sorbo de té comienzo a escuchar un sonido familiar que no me gusta demasiado. Arif, a mi derecha, está viendo un vídeo de corte DAESH. Syed se ha debido percatar porque insiste en salir de ahí cuanto antes, después de aconsejarme que no dé mi contacto a ninguno de los presentes.
«Aquí no hay talibán», repite Syed constantemente durante toda mi visita a su pequeña aldea. Lo cierto es que, haya o no haya talibán en la zona, un arma nunca está de más por lo que pueda ocurrir, pues la fricción entre el gobierno de Islamabad y los activistas nacionalistas pastunes llevan a menudo a brutales enfrentamientos que generalmente desembocan en la detención de líderes del movimiento.
El 26 de mayo de 2019, un enfrentamiento entre ambas partes dejó al menos trece muertos y veinticinco heridos cerca del puesto de control de Kharqamar, junto a la frontera afgana. Además, los dos parlamentarios miembros del PTM (Movimiento de Protección Pastún) que lideraban la marcha fueron arrestados.
Menos de un año más tarde, el presidente del PTM, Manzoor Pashteen, fue arrestado en un mitin nocturno en Peshawar junto con otros militantes. El constante escándalo que gira en torno al movimiento es quizá lo que le ha dado más apoyos en los dos últimos años, así como el interés de la prensa internacional, tan ansiosa por denunciar la censura ajena.
Algo similar ocurre en la región desértica de Balochistán, al sur del país, donde los balochis, que declaran tener ascendencia siria, sufren los ataques mortales de los islamistas casi a diario mientras denuncian los abusos de un ejército pakistaní que parece ir por libre del gobierno central.

Esta provincia es la más grande del país y, aparte de contar con acceso directo al Mar Arábigo, goza de una gran cantidad de gas natural, carbón y otros minerales. Sin embargo, los balochis se quejan de los impedimentos que Islamabad pone al desarrollo de infraestructura en la región, reprimiendo así su sed de independencia.
Por supuesto, también las minorías religiosas como hindúes y cristianos, cuyas iglesias son casi inaccesibles por las extremas medidas de seguridad; y otras comunidades étnicas como los hazara, de confesión chií y quienes sufren constantes ataques en la ciudad de Quetta (Balochistán), están en el punto de mira de los islamistas, que no conciben un estado separado de Dios.
Por este motivo, debido a la gran presencia sufí, la región de Sindh y su capital, Karachi, es una de las que más ataques concentra en todo el país. Es en esta provincia donde se encuentra el santuario de Lal Shahbaz Qalandar, que atrae todos los años a más de dos millones de peregrinos de todos los rincones del mundo para bailar al ritmo de los tambores.

Los sufís presentan una amenaza para el islamismo por una razón muy sencilla: la tolerancia. En una introducción al libro de Idries Shah, ‘Los Sufis’, Robert Graves apunta que «los sufís se acomodan a cualquier religión [...] y si llaman al Islam “caparazón” del sufismo es porque consideran al sufismo como la enseñanza secreta contenida en todas las religiones».
Lo que es indiscutible es que el sufismo tiene una base islámica pero sí es cierto que el grado de tolerancia hacia otras creencias es absoluto. Como dice Azeem: «tienes a filósofos [sufís] como Bulleh Shah o Rumi, que dicen que tanto si vas a un templo, como si vas a un mandir o una mezquita, siempre vas a encontrar a Dios».
Quizá esto explique que el sufismo tenga una presencia tan importante más allá de las fronteras del mundo islámico. A día de hoy, Rumi es el autor de lengua no inglesa más leído en Estados Unidos e Ibn Arabí, uno de los poetas sufís más importantes, nació en lo que actualmente es la región de Murcia. No es sorpresa, por lo tanto, encontrar símbolos sufís tan cerca como el murciélago que guarda la ciudad del escudo de Palma de Mallorca que, según Shah, se debe a la presencia de consejeros sufís en las cortes cristianas de la Edad Media; así como tampoco sorprende encontrar hoy en día, en España, comunidades sufís asociadas a diferentes órdenes.

De vuelta en Lahore conozco a Bina Jawwad, una profesora de kathak (un tipo de danza tradicional) que construyó con sus propias manos la escuela en la que ahora imparte clase a las afueras de la ciudad.
Nos sentamos en el jardín junto a un ventilador y me explica que «la Divinidad no está muy lejos. No es necesario rezar demasiado. Lo Divino siempre está dentro de nosotros. Todos somos parte de lo Divino». Este concepto de la Divinidad o de la «Unidad», como Bina lo llama, es común en todas las religiones, incluso en las politeístas y, por lo tanto, «no existe ninguna diferencia entre un corazón y otro».
Si uno piensa en sufismo, o en la figura del derviche, tendemos a imaginarnos altos gorros de fieltro y vestidos de lana blanca dando vueltas de manera constante y precisa. Sin embargo, los sufís en Pakistán no visten ropajes concretos. Aquí llevan shalwar kameez o polos de rayas de colores, cualquier cosa, siempre empapados de sudor. No hay coreografía, lo suyo es una danza totalmente salvaje.
Es esta naturalidad lo que hace del sufismo, si no una práctica, pues es un océano extremadamente complejo, al menos una filosofía poco exclusiva a la que cualquiera tiene acceso. Es una cuestión de apertura. De hecho, aunque no de una manera estrictamente sufí, Azeem me asegura que «los jóvenes no quieren hablar de este tema. Consideran la religión algo personal y tratan de no identificarse con ninguna escuela de pensamiento en sí misma».
Como decía Rumi: «No soy cristiano, ni judío, ni mago, ni musulmán. No soy del Este, ni del Oeste, ni de la tierra, ni del mar. No soy de la mina de la Naturaleza, ni de los cielos giratorios».
El sufismo habla de grises, no concibe una política religiosa, pues eso dejaría fuera a todas las demás criaturas que forman parte del Orden Divino, de la Unidad. La expansión de este pensamiento por las regiones de Sindh y el Punyab pakistaní abren un amplio frente contra el islamismo y su intención de imponer la ley islámica.
Es curioso pensar que el principio que con más fuerza se opone al islamismo en Pakistán, la filosofía que más defiende la secularidad del estado es, en esencia, un principio religioso.