¿Qué puede esperar América Latina de Joe Biden?
Por Álvaro Díaz Navarro
Este martes 3 de noviembre se celebrarán las elecciones generales en Estados Unidos para renovar la presidencia del país. Como de costumbre, los comicios se seguirán con especial atención en todo el mundo debido al peso económico, político y militar del gigante norteamericano y las consecuencias, directas o indirectas, que ello supone para el resto del planeta y en especial para América Latina.

Una hipotética victoria de Joe Biden y de su compañera de viaje, Kamala Harris, acarrearía volver a reconstruir los puentes que Donald Trump ha echado abajo a lo largo de cuatro años de presidencia cargados de heterodoxia, proteccionismo y polémica. En América Latina, considerado tradicionalmente como “el patio trasero” de Estados Unidos, no será menos.
Desde el inicio de la legislatura en 2017, el enfoque de la Administración Trump en la región se ha caracterizado en esencia por dos factores: por un lado, una ruptura con el Gobierno de Barack Obama, deshaciendo varias de sus líneas estratégicas y endureciendo el tono y las formas de manera considerable; por el otro, un distanciamiento de la diplomacia tradicional y una enorme torpeza geopolítica que ha llevado a otros actores, como China o Rusia, a ocupar los huecos abandonados por los norteamericanos.
Una política regional agresiva
En consonancia con su carácter, Trump ha ejercido una política exterior agresiva hacia sus pares continentales, con una agenda basada en “premios y castigos”. Tal es el caso de sus relaciones con Cuba. El deshielo iniciado por Obama fue un paso adelante en la histórica relación entre ambos Estados, lo que permitió una flexibilización migratoria y una bocana de aire para la maltrecha economía cubana, donde el turismo tiene un peso considerable. Con la imposición de un tope monetario para las remesas, las nuevas sanciones, la limitación de los viajes turísticos a la isla y la activación del título III de la Ley Helms-Burton, el actual Gobierno buscaba el voto de las comunidades cubanas, clave en estados como Florida.
Después de Cuba, fue el turno de Venezuela. Con Maduro enrocado en Miraflores y Juan Guaidó actuando como punta de lanza, Washington y el opositor venezolano entraron en un proceso de retroalimentación donde el apoyo financiero del primero se compensaba con un “altavoz” de los intereses estadounidenses en el corazón del país. Aunque Guaidó ha perdido fuerza desde su proclamación, el respaldo norteamericano ha sido considerable estos dos años: financiación de sus políticas, duras sanciones hacia altos cargos chavistas e incluso la aceptación de su representante en la OEA. Se llegó incluso a sopesar una intervención armada con la activación del TIAR en el organismo regional, pero el inicio de un conflicto armado es una línea roja para la Casa Blanca.

En materia económica, Trump cumplió lo prometido: renegociar o abandonar tratados de libre comercio. Del TPP (Acuerdo Transpacífico), del que también forman parte Perú y México, se retiró definitivamente. Con la renegociación del TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte), cinceló un acuerdo a su medida, el T-MEC, con el que se aseguraba una menor movilidad de fábricas hacia México, la revisión del mismo cada seis años y la introducción de modificaciones en capítulos dedicados a la corrupción o el medioambiente.
La migración ha sido otro de los objetivos de Donald Trump. Gracias a la criminalización de los inmigrantes, con independencia de su estatus legal, se ha servido de estos como arma electoral y polarizante. En concreto, chantajeó a López Obrador con una subida de las tarifas arancelarias si no detenía las cadenas migrantes procedentes de Centroamérica. Con ello se aseguraba la externalización del control migratorio y el desplazamiento de la frontera miles de kilómetros al sur del Río Grande. Asimismo, y en contra de la legislación internacional, devolvió a los solicitantes de asilo guatemaltecos, hondureños y salvadoreños a sus países alegando que éstos podían considerarse “terceros países seguros”.
Por último, la presión diplomática ha sido clave para posicionar al frente de organismos regionales a personas alineadas con los intereses del país. Es el caso de la reelección de Luis Almagro como Secretario General de la OEA, al que se le ha criticado por su falta de ecuanimidad y sus excesos sobre Venezuela al tiempo que se mostraba laxo en torno a asuntos como el trato migratorio en Estados Unidos o la abrupta salida de Evo Morales de Bolivia. Controvertida ha sido también la designación de su exasesor Mauricio Claver-Carone al frente del BID, con la que se ha roto un pacto tácito de décadas según el cual la presidencia de este organismo debería ser ocupada por un latinoamericano. Con este puesto, Trump se asegura un aliado en la institución encargada de financiar los grandes proyectos de desarrollo económico y social en la región.

El enfoque demócrata
La América Latina que se encontraría Biden sería una región totalmente devastada por la pandemia de coronavirus. De acuerdo a Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de la CEPAL, no se espera una recuperación en los próximos años. La caída del PIB latinoamericano en lo que va de año alcanza el 9,1 %, mientras que el número de personas en la pobreza aumentará en 45,5 millones hasta llegar a los 230,9 millones –el 37,3 % de la población total– en 2020.
Con semejante panorama, la principal amenaza para Estados Unidos es el aumento de la influencia de China y, en menor medida, de Rusia. La necesidad de financiación sumada a la búsqueda voraz de materias primas por parte del gigante asiático obligaría a los demócratas a impulsar un enorme ejercicio de multilateralismo, diplomacia y financiación para ser la opción más atractiva de cara al futuro.
Algo similar ocurre con Cuba y Venezuela, que seguirán siendo temas prioritarios con independencia del ganador. Con respecto a la primera, Biden ha dejado claro que quiere retomar la política de acercamiento de Obama y restablecer las relaciones económicas. Lo contrario sería un recrudecimiento conducente a lo que fue Cuba el siglo pasado: un Estado satélite de potencias extranjeras y a pocos kilómetros de Miami.

En el caso de Venezuela, Biden ha tildado a Maduro de “dictador” y ha apoyado públicamente a Guaidó, lo que hace pensar que su proceder no se alejará demasiado del de Trump. Es probable que su tendencia al multilateralismo lo lleve a apoyar e involucrarse de manera más activa en las acciones del Grupo de Lima, el Grupo Internacional de Contacto y los diálogos de paz que impulsó sin éxito Noruega. Más allá de eso, la condena al régimen chavista y las sanciones se mantendrían, pero sin la amenaza del uso de la fuerza, como indicó Kamala Harris.
Todo lo relativo a la inmigración es harina de otro costal. La solución no es sencilla y tampoco llegaría a corto plazo, en tanto que echa raíces en terceros países y en factores socioeconómicos crónicos. Por lo pronto, se mejoraría la certidumbre legal mediante el mantenimiento del programa DACA para los dreamers y la extensión del TPS a los inmigrantes venezolanos si los escaños en el Senado acompañan al Ejecutivo. De la misma manera, se podrían modificar ciertas prácticas llevadas a cabo por el ICE en todo lo concerniente al trato en los centros de detención y la caza indiscriminada de personas irregulares para no incurrir en violaciones de Derechos Humanos.
Más allá de sus fronteras, Washington deberá cooperar y apoyar a los Estados emisores mediante cauces diplomáticos y multilaterales en lugar de utilizarlos como cárceles externalizadas a golpe de amenaza. Biden y Harris anunciaron un plan de inyección de 4.000 millones de dólares para Centroamérica con el fin de mejorar la situación socioeconómica en ellos. En paralelo, su programa electoral recoge la construcción de infraestructuras y la promoción de la inversión extranjera como solución para mejorar el desarrollo económico en el Triángulo Norte, así como combatir la corrupción, reducir la inseguridad y garantizar el acceso a la justicia.
Algo similar se espera de las relaciones bilaterales con México. El discurso sería mucho más tibio, sin amenazas ni chantajes, y la cooperación más profunda pero también más heterogénea, dando especial importancia a la parte laboral y medioambiental. Si bien el T-MEC no parece amenazado ante un cambio en la Casa Blanca, los demócratas exprimirían los capítulos laborales del mismo para terminar con los abusos sindicales en el país y pedir explicaciones por la cancelación de contratos en materia energética con empresas estadounidenses.

Aquí los caminos divergen considerablemente: Biden propone un plan para apoyar las energías limpias, mientras que López Obrador busca la autosuficiencia energética mediante la producción de hidrocarburos. El rescate de Pemex, la mejora de seis refinerías, la construcción de una nueva en Dos Bocas y el aumento de exploraciones apuntan a ello y podrían ocasionar más de un roce con la presidencia demócrata.
No perdamos de vista también que durante lo que queda de 2020 y a lo largo del año que viene se celebrarán comicios en prácticamente todos los países de la región si la pandemia lo permite. Serán generales (Bolivia, Chile, Ecuador, Honduras, Nicaragua y Perú), parlamentarias (Argentina, México, Venezuela) e incluso se dará un referéndum constitucional en Chile. Las urnas decidirán si América Latina inicia un nuevo viraje hacia la izquierda, como sucedió dos décadas atrás, o si, por el contrario, se mantienen las presidencias conservadoras de las que se ha beneficiado en gran medida la administración Trump.
En cualquier caso, Biden no debería perder de vista la enorme influencia de China en muchos de estos Estados y más en tiempos de necesidad económica. De ahí que una hipotética victoria demócrata busque reformular las relaciones con sus vecinos del sur y genere nuevas oportunidades en un escenario de reconstrucción postpandemia más allá de las simpatías personales o las ideologías imperantes.

Tal y como apuntaba Robert Kaplan, Estados Unidos vive hoy en día un momento postimperial. Cualquier presidencia estadounidense con pretensiones de liderar el nuevo orden internacional –y Biden aspira a ello en contraste con el repliegue realista de Trump– habrá de distanciarse de la hegemonía tradicional en su política exterior, pero sin caer en la indiferencia. Impulsar un multilateralismo en horas bajas, pero sin diluirse en una multipolaridad creciente. En definitiva, seguir manteniendo su influencia en América Latina adaptándose a las nuevas circunstancias políticas y económicas que vienen marcadas, en parte, por otras potencias. Los resultados son inciertos. Se abren las apuestas.
Este artículo se publicó originalmente en Foreign Affairs Latinoamérica.