Rusia: Identidad y diplomacia
Por Gerard Dotti Luna
Abstract
Rusia guarda una relación más bien vertical con sus inmediatos vecinos, con aquellos países que tradicionalmente han formado parte de su esfera de influencia. Sin embargo, paralelamente Rusia se presenta en otras regiones del mundo, véase América Latina u Oriente Medio, como paladín de la soberanía y del principio de no intervención. Rusia, de hecho, aplica una diplomacia coercitiva en estos estados como si se entendiera a sí misma como un padre a quien se le debe reconocer una estricta patria potestas.
Este artículo se propone explorar el porqué de esa diferencia y exponer, cómo en última instancia, está ligado a la identidad nacional, pues la diplomacia coercitiva en el espacio postsoviético responde más bien a una “necesidad” interna.

El uso de la diplomacia coercitiva en el espacio postsoviético tiene largo recorrido. La Revolución de las Rosas de 2003 y el posterior acercamiento de Georgia hacia Occidente fue percibido como un desafío frontal al Kremlin, hasta tal punto que el asunto terminó en la guerra de Osetia del Sur. La última reyerta con Georgia ocurrió en 2019 cuando Kobajidze, presidente del parlamento georgiano, permitió que un parlamentario de la Duma se sentara en la silla de la presidencia del legislativo, en lo que constituye un humillante insulto a la soberanía georgiana. Otros ejemplos son la Revolución Naranja ucraniana de 2004 y la más reciente Revolución del Maidan de 2014, que implicó la anexión de Crimea a Rusia.
A su vez, países como Belarus y Moldava apenas pueden ejercer una política exterior propia. Es también en esta clave como hay que entender que la reciente guerra del Alto Karabaj con una aparente victoria estratégica turca solo ha tenido un único árbitro y juez en el post conflicto, el cual ha sido Rusia. En paralelo, el Kremlin promueve la Unión Económica Euroasiática (UEE) con la intención de capitanear un bloque económico más amplio que denso, que rivalice con otras organizaciones similares, desde el USMCA hasta la ASEAN, incluso la UE. De hecho, el plan más quijotesco del Kremlin guarda la ambición de seducir a miembros de la UE como Chipre y Grecia para que se unan a la UEE. (Popescu, 2014). Para Putin, la UEE es una catapulta hacia una hegemonía regional incontestable.
Para entender por qué Rusia utiliza este tipo de diplomacia tan ofensiva y cargada de significado con sus vecinos, hay que comprender la crisis de identidad nacional que padeció el país tras el colapso de la URSS, sin ignorar sus inmutables características geográficas -es el país más grande del mundo al fin y al cabo, y eso importa- ni su consecuente posición para el dominio de la heartland de Mackinder: el “área pivote” desde donde Rusia puede atacar a todos lados pero a la vez puede ser atacada desde todos lados (Mackinder, 1904).

Esta perpetua inseguridad, capricho de la geografía, ha recubierto el Estado ruso con una actitud casi paranoica para con su limes: un territorio de vastas estepas sin fronteras naturales ha facilitado de forma reiterada invasiones que han provocado en no pocas ocasiones la destrucción total del estado ruso, aunque solo para luego resucitar, desde el Rus de Kiev o la Horda de Oro hasta la época zarista.
Mientras que Gran Bretaña o Francia hacían la guerra en territorios de ultramar, bien lejos de su patria natal, el Imperio de los Romanov por vasto que fuera o, precisamente por ello, siempre luchaba en las puertas de casa con la angustia de que una derrota en Afganistán durante el Gran Juego o, una invasión francesa en el Gran Ducado de Varsovia, abriera las puertas hacía la aniquilación del pueblo ruso. Como ha expresado R. Kaplan “la inseguridad es el sentimiento nacional ruso por excelencia” (Kaplan, 2012)
La Crisis de identidad nacional (1991-1999): ¿Qué es Rusia?
Tras el colapso de la URSS, en Rusia empezó una nueva era donde ser ruso no significaba nada en particular. Rusia se encontraba probablemente en la mayor crisis identitaria de su historia.
La identidad nacional de Rusia se ha construido en oposición a Occidente desde sus inicios en el siglo XV (Morozov, 2004), a través de una dicotomía con la Europa occidental como el "otro": eslavos y latinos, católicos y ortodoxos, socialismo y capitalismo. Efectivamente, si queremos entender la Rusia actual y su identidad, lo que ocurrió en 1991 no fue que Rusia se independizó de la URSS, sino la disolución de otro imperio ruso.

De este modo, la Rusia zarista y la era soviética no son más que dos épocas diferentes de la historia del Estado ruso (Trenin, 2009). Y pese a toda esa dualidad y contraposición, Rusia siempre se ha definido como un país europeo, pero por un sendero propio que, a la vez, se construye en oposición a Occidente (Serra, 2008), un delgado y complejo equilibrio que requiere estatus de gran potencia para no perderse en su intrínseca ambigüedad.
Tras la caída del bloque soviético, la población de Rusia sufrió una profunda crisis multidimensional, principalmente política e identitaria, pero también económica. El plan de Yelstin de liberalizar su economía, su intento de democratizar el país y, sobre todo, su voluntad de unirse al club de Occidente terminó por ser un completo desastre. En lo político, dicho intento fracasado tuvo dos desenlaces fatales.
Primero, echar más miseria y desconcierto sobre una identidad colectiva ya degradada bajo mínimos insospechados y, segundo, hizo pasar a Rusia por un túnel de humillantes “noes”. “No” a entrar en la OTAN, “no” a una especie de Plan Marshall tan necesitado, en corto, “no” a entrar en el club de las democracias liberales de Occidente, apenas una relación asimétrica degradante para cualquier gran potencia (Trenin, 2009). Es más, a medida que ex-repúblicas soviéticas se unían a la Alianza Atlántica, Rusia contemplaba impotente como su estatus pretérito simplemente se desvanecía (Lynch, 2001).

El fracaso de Yeltsin en sus políticas de liberalización económica y democratización trajeron miseria al país. Por ejemplo, en 1992, los precios de consumo subieron 25 veces y para 1993 el 15% de la población se encontraba en situación de desempleo (Lukin, 2009). Tal situación provocó una desafección popular no solo hacia el liderazgo de Yeltsin, sino también a cualquier política de corte Occidental: la anarquía se podía respirar en el aire.
En octubre de 1993, una “mini” guerra civil tuvo lugar en frente de la Duma, con un recuento de bajas mortales de entre 200 y 500 personas en una batalla entre manifestantes y el ejército en el marco de una crisis constitucional (Claudín, 2011). La Guerra de Chechenia entre 1994-1996 trajo el crimen y la vergüenza al régimen. La otrora poderosa Rusia tuvo que rendirse como un igual a una región rebelde de su propio territorio.
El resurgimiento de Rusia: Las prioridades de Putin
"Rusia solo puede sobrevivir y desarrollarse dentro de sus fronteras existentes si es una gran potencia" (Putin, 2003).
La primera prioridad de Putin fue reconstruir el conceso y la identidad nacional, profundamente consciente de que “Rusia estaba de forma invariable confrontada con la amenaza de su propia desintegración” (Evans, 2008), en sus propias palabras. Resulta relativamente sencillo identificar a través de sus discursos políticos, cómo la reconstrucción de la identidad nacional fue el verdadero objetivo del primer mandato de Vladimir Putin, incluso en el mismo nombre de su partido se evidencia tal meta: Edinaya Rossiya (Rusia Unida).

No más división, ni siquiera ideología de Estado, ni pro ni anti occidental (Evans, 2008), en realidad, una postura más tradicional en la cómoda ambigüedad que le es propia cómo se ilustra en una encuesta realizada en 2009:
“When asked, “Which historic road should Russia follow?,” 15 percent opted for the European road, 18 percent for return to the Soviet model, and fully 60 percent for “its own unique road”” (Lukin, 2009).
Putin, en contraposición a su predecesor, entendió perfectamente cuál era el principal problema de Rusia, “la urgente necesidad de adoptar valores morales que toda la sociedad comparta” y “un conceso en objetivos que debe surgir de tradiciones culturales únicas y memorias compartidas por toda la nación rusa”. Palabras suyas durante una entrevista en el año 2000 (Evans, 2008).
Más claro aún si cabe, lo dejó en una entrevista en 2007: “necesitamos prestar la mayor de las atenciones a nuestros valores morales y consolidar la sociedad rusa en estas bases, creo que es nuestra más absoluta prioridad”.

Como elemento clave para alcanzar este estatus de harmonía nacional, era imperativo restaurar el orgullo de la nación y el respeto del mundo hacia ésta. No como un añadido complementario, sino como un pilar imprescindible para la buena salud de la identidad nacional rusa, de modo que el uso de la diplomacia coercitiva con sus exrepúblicas soviéticas no es una opción, sino una necesidad, pues la identidad rusa solo puede existir si Rusia es una gran potencia.
En este estado de las cosas, todos estos pequeños países que rodean Rusia no son más que su tradicional esfera de influencia y en tanto que eso, Rusia no cree que esos países sean del todo soberanos en sus territorios, como demuestra su intervención en Georgia o Ucrania.
Esta visión de exrepúblicas soviéticas como estados no del todo independientes a Moscú, se hizo también evidente durante las Revoluciones de Colores, especialmente la Naranja. Para las elites políticas de Moscú fueron percibidas como humillantes actos contra Rusia. Así, desde el Kremlin se interpretó que la Revolución Naranja fue provocada por ONGs internacionales y organizaciones locales bajo el paraguas occidental, mientras que Sergei Lavrov, Ministro ruso de Asuntos Exteriores, identificaba que “Washington se está infiltrando en el espacio post-soviético de forma muy activa: Ucrania y Georgia son ejemplos gráficos” (Saari, 2014).
Del mismo modo, señaló que si uno de estos países fuera a entrar en la OTAN habría un “cambio geopolítico substancialmente negativo” (German, 2009). Tales declaraciones son cristalinas: Rusia entiende que todos estos países están bajo su esfera de influencia, en consecuencia, su reconocimiento a la soberanía de éstas potencias es relativa.

A los ojos de Moscú, cualquier aproximación a Occidente es un ataque directo a su estatus de gran potencia y, en consecuencia, a su existencia. Hay iniciativas de exrepúblicas soviéticas que no están permitidas que se lleven a cabo. A la vista de esto, la diplomacia coercitiva se eleva como una herramienta vital para contrarrestar lo que es entendido como neo-imperialismo occidental en la esfera de influencia rusa. No se trata únicamente de mantener viva la imagen de que Rusia es una gran potencia, es también un asunto de identidad doméstica.
Es por ello que cualquier relación bilateral con estos países debe ser jerárquica. La diplomacia coercitiva lleva de forma intrínseca esa fórmula. Demuestra a todo el mundo quien está al mando, no solo al Estado en cuestión, sino también al resto del mundo, en especial a Occidente, a quien lanza un mensaje claro: “este es nuestro patio trasero”, pero sobre todo es un mensaje para los ciudadanos rusos, quienes pueden sentir que vuelven a ser una gran potencia de nuevo, de que Rusia aún existe.
En ilustrativo contraste, la política exterior más allá de esta “esfera de influencia” y, en concreto, en Oriente Medio, Rusia se presenta como un Estado no intervencionista y con el respeto a la soberanía como estandarte, sin importar el régimen, sin importar sus intereses (Katz, 2016). Putin intenta mostrar una cara amable a cualquier Estado soberano en clara oposición a los EUA y Occidente, quienes juegan un papel revisionista en la región.
En resumen, la identidad de Rusia se ha formado de un modo muy único: como un Estado europeo que al mismo tiempo se ha construido en oposición a los valores europeos (Tsygankov, 2005) y, en consecuencia, en posición de reclamar una cultura, tradición e historia única que convierte a Rusia en una potencia de primer orden a caballo entre Europa y Asia que nos permite hablar de un Estado-civilización.
De esta manera, la identidad rusa está estrechamente ligada a su estatus de gran potencia y, como tal, entiende que debe ejercer su influencia entre sus inmediatos vecinos. Una esfera de influencia que si llega a desaparecer, provocaría que el mismísimo corazón de su identidad nacional quedara al descubierto. No se trata únicamente de un tema de seguridad nacional necesitada de un séquito de estados-tapón, se trata de lo que significa ser ruso. La existencia de Rusia esta inflexivamente ligada a su estatus de gran potencia. No puede existir una sin la otra.
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