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Por Joel Ayza Cano

EL DESARROLLO DEL ESTADO CONTEMPORÁNEO

Desde la superación del absolutismo a finales del siglo XVIII, el concepto de Estado contemporáneo que conocemos ahora empezó a configurarse. La soberanía entendida como fuente de la legitimidad estatal, pasó de manos del monarca a la burguesía, para terminar extendiéndose al resto del pueblo en lo que hoy conocemos como Estado social y democrático de derecho.

No obstante, a pesar de ser no ser precisamente un concepto nuevo, el Estado no adquirió sus funciones en materia económica hasta bien entrado el siglo XX, a partir del punto de inflexión marcado por las dos guerras mundiales.

Es en este contexto que se fragua el debate sobre hasta dónde debe llegar la injerencia estatal en una sociedad y de manera muy especial, en su economía. Esto ocurre al colisionar las dos concepciones que hasta entonces se habían desarrollado al respecto, la liberal, consistente en la apreciación del Estado como un mal necesario para la sociedad que únicamente cumple la función de sostener el estado de derecho, es decir, la imperatividad de la ley.

Y, por otra parte, el paradigma socialista que al contrario que el liberal atribuye al Estado no sólo una función de mantenimiento del orden social sino que interviene en la economía, planificando el mercado de bienes y servicios, de iniciativa privada y carácter competitivo, sea por medio de la nacionalización de empresas, política fiscal, política monetaria, inversión pública, regulación de precios, modificación del régimen de contratación… Todo ello en pro de salvaguardar la igualdad y la distribución de la riqueza.

¿UNA ECONOMÍA MÁS JUSTA?

Desde luego, así expresado a nadie se le escapará lo atractivo de un sistema mucho más justo, menos competitivo y más igualitario. Un sistema en el que la riqueza del país se reparta entre la gente.

Actualmente escribo desde mi casa puesto que, al igual que el resto del país, estoy en cuarentena como consecuencia de la pandemia del coronavirus. Y he pensado que tal vez haya quien se haga la siguiente pregunta cuando, y dadas las terribles circunstancias que vivimos actualmente, ve como diariamente se habla de subidas exorbitantes en los precios de las mascarillas: ¿por qué hay gente que se posiciona decididamente en contra de regular los precios de un producto tan necesario? ¿acaso no quieren que el Gobierno proteja a la gente?

E incluso habrá quien vaya más lejos en esta reflexión. Si podemos someter la economía a un régimen más justo y democrático, elegido por todos y todas, ¿por qué razón deberíamos seguir permitiendo que existan tamañas desigualdades en el mundo?, ¿cómo no apoyar a quienes dicen querer poner los egoístas intereses privados a trabajar para el pueblo interviniendo el capitalismo (propiedad privada y libre mercado) de manera intensiva?

Aun cuando creamos que la planificación socialista es una buena solución al anárquico caos aparente del libre mercado, todavía tenemos que poner el colofón a esta serie de preguntas retóricas que he ido formulando en estas líneas. Esta última cuestión, en realidad, aglutina en cierto modo a todas las anteriores: ¿se mantendrían positivos los efectos del control estatal en caso de querer extenderlos a la mayoría o a la totalidad de ámbitos de la sociedad, restringiendo hasta el mínimo o suprimiendo así el peso del capitalismo en la misma?

Un votante introduciendo su papeleta en las elecciones cubanas.

LA LIBERTAD, LA DEMOCRACIA Y EL SOCIALISMO

El Parlamento bajo el nombre de Congreso de los Diputados, Asamblea Nacional, Cámara de los Comunes etcétera, es el lugar donde reside el poder legislativo de un país, es decir, el de elaborar leyes; junto con la potestad de controlar al poder ejecutivo, lo que entendemos como el Gobierno, que mediante la Administración gestionará el país; y la de aprobar los Presupuestos del Estado, el destino del gasto público en líneas generales.

En el Parlamento se reúnen los representantes de la ciudadanía de un país, por lo que es aquí donde se concentra la representación de la soberanía popular y donde la voluntad de la mayoría democrática se concreta en forma de ley.

Así pues, es de este órgano del que emanan los preceptos formales que actúan como cauce por el que se deslizará la acción ejecutiva del Gobierno. La función del Parlamento descrita hasta este momento no rebasa en lo absoluto la que actualmente acomete dicha institución en nuestro país, en lo que podemos calificar objetivamente como un estado socialdemócrata.

Al contrario, en un sistema puramente socialista con una economía planificada habría que destacar un cambio radical al que la función parlamentaria se enfrentaría inevitablemente dado que ya no debería limitarse a crear un consensuado marco permanente, dentro del cual el individuo pudiere desarrollarse de manera libre.

Es decir, por medio del mercado, a saber, conjugando su propia voluntad con la de los demás. En este nuevo escenario el Parlamento tendría que llegar a un acuerdo en todos los sentidos.

La conformidad a la que antes llegaban los individuos en cada una de las materias en las que convergían sus intereses, ya fuere contratos de compraventa de bienes y servicios, asociaciones de todo tipo o préstamos para financiar sus proyectos, se vería sustituida ahora por las decisiones que los políticos tomasen por medio del mandato representativo de sus votantes.

Como consecuencia de esto, los parlamentarios habrían de buscar un entendimiento en campos notoriamente más diversos que los que hoy se debaten en las Cámaras de los países occidentales. El acento ya no se pondría en la discusión de cuánto dinero destinar a subvenciones para el sector agrario o cómo gravar a sociedades y autónomos. Sino que se exigiría un acuerdo que iría desde cuántas toneladas de arroz se producirán anualmente hasta cómo recompensar la buena labor de un profesional.

Si hay una cosa que define a la democracia o por lo menos sienta sus bases, es el pluralismo. Lo vemos con una claridad meridiana en todos aquellos países a los que sabemos con certeza democráticos. Todos ellos tienen dos o más fuerzas políticas importantes, con posibilidades de alcanzar el éxito en las elecciones.

Ahora bien, cuando echamos la mirada sobre los países que mantienen sistemas esencialmente socialistas nos percatamos enseguida de que en su sistema político y, pese a que incluso lleguen a hacerse llamar democráticos, prevalece de manera abrumadora un solo partido. Como se puede ver el socialismo no es un buen amigo de la democracia. Pero ¿por qué?

El socialismo a ultranza requiere, como ya he mencionado, de un acuerdo amplísimo sobre las más diferentes materias. Pero cuando se intenta estirar tanto el consenso, éste se quiebra. Si ya es difícil propiciar mayorías en la actualidad, siendo las competencias estatales limitadas, ¿cómo imaginar a nuestros políticos, o a cualesquiera otros, llegando a un punto de convergencia sobre la gestión de los recursos de todo un país? Es un hecho que este intento resultaría inviable para el Parlamento de un estado verdaderamente democrático.

Es precisamente esta la conclusión a la que han llegado tantas veces quienes se han postulado a favor del socialismo una vez han arribado al poder. La democracia es un obstáculo en la medida en la que se interpone entre la libertad y la planificación, dos conceptos, por lo demás incompatibles.

Aunque se forzara el consenso parlamentario, sólo grupos relativamente reducidos lograrían llegar a acuerdos ya que, abarcando tanto, serían frecuentes las situaciones en las que para algunos parlamentarios sería preferible la ausencia de pacto que las condiciones puestas sobre la mesa por sus rivales políticos.

Es posible que alguien esgrimiera en este punto el argumento de la descentralización, pero esto no solventaría por sí mismo la falta de un plan económico general, en cambio, agravaría las dificultades por cuanto supondría tener que armonizar multitud de planes posiblemente contradictorios entre sí.

En última instancia sólo quedaría la alternativa de encargar la responsabilidad de la planificación a algún órgano de técnicos o al propio Gobierno para que se ocupasen de la gestión pormenorizada de los asuntos económicos. En dicha coyuntura el organismo investido para tal fin sería seleccionado por el Parlamento, que podría ejercer cierto control sobre éste.

No obstante el control por parte de la Asamblea legislativa de las acciones del ente que tomase las decisiones, se reducirían al veto o a la censura de unos actos que pudiesen ser especialmente gravosos y por tanto permitiesen un acuerdo decidido sobre su perniciosidad. Pero nunca sería posible una fiscalización precisa y efectiva en tanto que no existiese en el seno del Parlamento una postura bien definida, la ausencia de la cual, haría tremendamente difícil evitar la arbitrariedad.

Por todo ello nos encontraremos frente a un órgano responsable de administrar íntegramente los recursos del país, junto con una Asamblea incompetente para examinar adecuadamente sus actividades. Ésta se mostrará totalmente incapaz de dirimir un plan económico conjunto, debido a las irreconciliables diferencias surgidas a la hora de extender el consenso más allá de los asuntos en los que las diferentes posturas ideológicas pueden converger.

La infiltración politicista de la planificación en la esfera de lo que hasta entonces era dominio del individualismo, obligará a otorgar poderes extraordinarios al órgano ejecutivo a fin de resolver los casos específicos de manera más expeditiva. Ya que ahora el Estado habrá expandido sus competencias más allá de su tarea de determinar un marco general en el que habitará el individuo para, y desplazando a éste, calar en la labor de imponer su visión en las cuestiones concretas.

Por supuesto, el ejecutivo al que se le encargara semejante tarea, poseería todos los resortes de un poder casi absoluto. Hecho por el cual resultaría imprudente sino ingenuo pensar que no los emplearía para influir y manipular la opinión pública a fin de asegurar su posición. Tendiendo todo el sistema, indefectiblemente, hacia un régimen dictatorial plebiscitario. En este instante el poder ya no impondrá los límites dentro de los cuales ejercerás tu voluntad, sino que a partir de ahora establecerá las condiciones en las que acatarás la suya.

Alegoría de la avaricia.

¿ESTÁ “LO ECONÓMICO” SOBREVALORADO?

Bien, sabemos que la planificación económica muta irremisiblemente en dictadura.

¿Pero por qué no simplemente separamos los asuntos económicos del resto de aspectos de la vida pública y nos centramos en las cosas verdaderamente importantes? Tal vez enfatizamos en exceso en los asuntos de la economía, ¿no podemos delegarla en un “dictador económico” que reparta la riqueza de manera justa?

Cuando en el día a día escuchamos estas discusiones, ya sea hablando con los amigos o comiendo con la familia un domingo, en ocasiones no nos planteamos seriamente hasta qué punto nuestro destino depende del buen funcionamiento del sistema económico. A la mayoría estos asuntos le resultan ajenos, lejanos, como si en realidad estas cosas de las que tanto se habla en noticieros, redes y televisiones no tuvieran una verdadera importancia. Escuchamos hablar de economía como si oyésemos llover.

Cabe aquí hacer una pequeña digresión. El resultado de obviar e ignorar las cuestiones crematísticas es indudablemente el mismo que obtenemos en cualquier otro ámbito del conocimiento que decidamos obviar e ignorar. Nos volvemos miopes.

Es decir, el vacío que deja nuestro desconocimiento distorsiona sobremanera nuestra percepción de las cosas, reduciendo nuestra capacidad de elegir aquello que nos conviene o nos beneficia. No ser capaz de comprender correctamente el mundo en que vivimos siempre es una temeridad, ahora bien, las dioptrías que desarrollamos varían en función de las materias que desconocemos. Desconocer la economía es estar ciego. Y un ciego depende de su perro lazarillo. Es aquí donde los políticos nos tienden la mano. En este punto sólo nos queda desear que esta vez sí sean buenos, y dejarnos guiar sumisamente por los sentimientos que nos provocan sus palabras.

La respuesta al por qué es común ver como se desprecian, los casi desdeñosamente apodados, “temas económicos”, pasa por la errónea asociación de éstos con cuestiones de secundaria importancia. Poco más que una molestia que nos impide concentrarnos en lo realmente importante de la vida.

Erramos al pensar que el “móvil económico” se concreta en un determinado número de elementos. No es así. Sino que más bien es una escala de preferencias inherente a la porción de nuestro sistema que ocupa el capitalismo, y que nos permite revelar qué cosas son más importantes para nosotros y cuáles pensamos que son prescindibles.

De la misma manera se desprecia el dinero, por entenderse relacionado con las limitaciones inherentes al mismo. Mi vida se ve limitada en cierto modo por lo que puedo y no puedo comprar. Pero esto es fruto de confundir la causa de nuestra frustración con la consecuencia de la misma. El dinero es el mayor catalizador de libertad que el hombre haya tenido en sus manos. Evidentemente éste no otorga a todo el mundo la capacidad ilimitada de obtener bienes, algo que es del todo irrealizable por cuanto los recursos son finitos.

Con todo, el dinero nos concede una extraordinaria virtud, nos habilita a disponer de lo que nos es más importante en detrimento de aquello de lo que creemos poder prescindir. El dinero pone cualquier cosa que el hombre sea capaz de producir o desarrollar al alcance de todo el mundo en proporción, únicamente, al valor que el resto de los individuos asignen a lo que uno ofrece.

Todo ello desaparecería junto con el libre mercado. En un sistema plenamente socialista en el que toda la economía estuviera controlada por el Estado, tanto nuestras necesidades como nuestras recompensas serían tasadas y determinadas por éste. Sólo cabría elegir entre las posibilidades que el poder político tuviera a bien ofrecer. Lo que recibiéramos por nuestro buen trabajo no sería seleccionado por nosotros, a saber, según nuestra voluntad, así como tampoco lo sería lo que perdiésemos en caso contrario.

La razón por la que nos da la sensación de que lo económico es de poca importancia, radica precisamente en la existencia del dinero. Al poder optar por renunciar a las cosas que nos parecen menos relevantes para conservar las que sí lo son, confundimos lo “económico”, el hecho mismo de poder escoger; con la parte que desechamos por parecernos de menos consideración.

Controlar tu economía significa poder elegir. Cuando rechazas hacerlo no rehúsas simplemente a esa parte secundaria de tu vida, sino que renuncias al control sobre la totalidad de la misma. Será otro entonces quien escogerá por ti. Economía es en último término un concepto que puede sintetizarse en  un interrogante: ¿qué preferimos? Y la respuesta puede hablar tanto de qué modelo de coche queremos comprar hasta cuánto tiempo queremos pasar con nuestra pareja.

¿ES MALO EL ESTADO?

No. Al igual que la pecunia, el Estado no es por definición bueno o malo es, de hecho, una herramienta. Habrá estados que se dediquen a aplastar al individuo una y otra vez hasta conseguir una servil masa uniforme; de la misma manera que el dinero puede emplearse para financiar la esclavitud o ejércitos que sometan a la gente manu militari.

De cualquier manera huelga decir que actualmente no hay certeza para afirmar que prescindir del Estado sea lo mejor, en la medida en que la inclusividad es en ocasiones una carencia del mercado que éste se ha encargado de resolver, generando por tanto un efecto positivo.

Está claro que pretender dirimir aquí, en unas pocas líneas, cuál es el equilibrio óptimo entre el liberalismo individualista y la función social del Estado sería algo precipitado.

Puesto que un tema tan complejo requiere un amplio desarrollo, además de un sólido respaldo de las cifras. Por lo que es una cuestión que dejaré para más adelante.

Stalin en la firma del tratado Ribbentrop-Molotov., por el que la URSS y la Alemania Nazi acordaban invadir militarmente Polonia para luego repartirse sus territorios.

EL SOCIALISMO EN LA PRÁCTICA

De todos modos, y después de las consideraciones hechas acerca del socialismo, cabe ahora sumar lo anterior a la evidencia empírica que nos ofrece la historia. Ya que para eso sirve ésta, para evitar que los errores de la humanidad se repitan indefinidamente y ahorrarnos que quienes lean nuestra historia en los libros rían y digan, ¡qué tontos fueron! Ortega y Gasset llamaba a esto primitivismo histórico.

Ortega se refiere con el mentado término a aquellos sistemas carentes de “conciencia histórica”, que no integran en sí mismos la experiencia adquirida en el pasado por la humanidad. Las formas del estado socialista en su definición original, son un ejemplo paradigmático: fascismo y comunismo.

La gente tiende a equivocarse al juzgar que estos dos modelos se diferencian en grandes cosas. No hay duda de que desde un punto de vista moral, político y sobre todo teórico sí lo hacen. Pero al llevarlos a la práctica, sin embargo, ambos cristalizan irrefrenablemente en el totalitarismo por las razones que ya han sido expuestas. El totalitarismo no trata de ideologías, ni de aspiraciones idealistas, de economía o de política, el totalitarismo sólo trata de esclavitud del individuo al poder.

El pensamiento orteguiano no juzga el contenido de los ideales socialistas. Se limita a ponerlos en contexto. Si miramos atrás en el tiempo no hay que ir muy lejos en realidad, enseguida nos cercioraremos de que el socialismo ya ha fracasado no una sino varias veces frente a las democracias liberales. El fascismo fue destruido militarmente y condenado para siempre al rechazo.

No fue diferente con el comunismo, aunque el hecho de que su inevitable fracaso fuese más discreto ha producido que en Europa no se le repudie en la misma medida que al fascismo, dejando una pequeña puerta abierta a la reminiscencia. En cualquier caso el fin de su hegemonía fue no menos lamentable en sus máximos exponentes, marchitándose y encogiéndose hasta autodestruirse en la URSS y cediendo terreno al capitalismo lenta pero inexorablemente en China.

Hay quien todavía desenfundará el dudoso argumento de que el socialismo de estos países no se aplicó “correctamente” pero se equivocan. Hablaré ahora de comunismo porque ya nadie con verdadero poder se atreve a llamarse fascista en el mundo. Sin embargo sí los hay que dicen ser comunistas.

El problema del comunismo no es que quienes lo ejecutasen a lo largo de la historia fueran casualmente espíritus corruptos. La cuestión es que el comunismo no es capaz de alumbrar otra cosa que no sean deformaciones grotescas de su ideal original.

LAS CONCLUSIONES

La historia, como muchas otras esferas de la vida humana acostumbra a mantenerse cíclica. Las cosas que ocurrieron en el pasado a menudo son un nítido reflejo de lo que acontecerá en algún momento en el futuro. Por este motivo es esencial cultivar la conciencia histórica, para eludir el error del primitivismo, para evitar llegar a callejones sin salida cuando ya es demasiado tarde para retroceder.

Al contrario de lo que pueda parecer en un primer momento, con el crecimiento de los recursos educativos y el acceso universal a la cultura, estas cosas por sí solas no evitan que la historia se repita. Con el tiempo, la abundancia, los derechos y las libertades, la gente tiende a olvidar cuál es el origen de ese bienestar, su estructura basal.

Así las cosas, el olvido lleva a que las personas crean que la riqueza que crearon sus padres y abuelos es tan natural como el aire que respiran. Algo que les pertenece y es por tanto exigible.

Contrariamente, el progreso es más frágil de lo que creemos. No tiene por qué ser malo echar abajo algunos tabiques de nuestra sociedad, pero es fundamental que tengamos la prudencia de mirar el plano antes para evitar que se nos caiga la casa encima.

Después de todos los razonamientos hechos espero haber sido capaz de esclarecer la naturaleza totalitaria de todo régimen que suprima el capitalismo y el libre mercado en pro de la planificación. Como también a desconfiar de quien dice querer conseguirlo, independientemente de su color político.

No obstante, Estado y mercado deben concurrir y es determinante fiscalizar el crecimiento del primero para evitar que desplace nuestras libertades en el futuro al tiempo que recordamos lo que ocurrió en el pasado. Todo sin perder de vista los fundamentos históricos de nuestros derechos y libertades.

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