Terrorismo en tierra de samuráis

20 de marzo de 1995. Tokio. Una fecha y una ciudad que están fijadas en la mente de todos los japoneses. Ese día, doce personas fueron asesinadas y otros cientos resultaron heridas en el que hasta hoy es el peor atentado terrorista de la historia de Japón. Perpetrado por la secta religiosa Verdad Suprema (Aum Shinrikyo en japonés), el ataque, que consistió en la liberación de un gas nervioso declarado arma de destrucción masiva por las Naciones Unidas en el metro de la capital, tambaleó los cimientos del país.
Y es que, por mucho que Japón haya sido un país eminentemente pacífico social y constitucionalmente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, no se ha librado de la actuación de grupos terroristas desde entonces. De hecho, el extremismo violento en Japón ha seguido una tendencia similar al resto del mundo, y que se puede clasificar según las dos últimas olas de terrorismo identificadas por el profesor David Rapoport: la de terrorismo de nueva izquierda (1960-1990) y la de terrorismo religioso (1990 hasta nuestros días).
El Ejército Rojo Japonés
Unos treinta años antes de que Verdad Suprema desatara el caos en la capital nipona, varios grupos de estudiantes organizaron una suerte de resistencia comunista para protestar contra el imperialismo de Estados Unidos. Los norteamericanos habían tomado de facto el control del país después de detonar dos bombas nucleares en Hiroshima y Nagasaki en 1945, ocupándolo hasta 1952 y forzando un cambio en su constitución, que ahora dejaba de lado la tradición japonesa para crear una democracia liberal en la que el Emperador, máximo baluarte del poder hasta entonces, quedaba relegado a una mera posición simbólica.
Varios de esos estudiantes se organizaron en 1970 en torno a una estructura reaccionaria a la que llamaron Ejército Rojo Japonés. Fiel a su nombre, el Ejército Rojo favoreció desde el principio el uso de armas y el empleo de la violencia y la amenaza para conseguir sus objetivos. Y, como muchos de los grupos violentos de extrema izquierda que se formaron entonces, se inspiró en los héroes de la revolución cubana y la resistencia del Viet Cong para planear sus propias acciones.
Durante las tres décadas en las que el Ejército Rojo Japonés estuvo activo, sus militantes se enfrentaron al gobierno con un abanico de acciones que sobre todo incluyó el secuestro de aviones y el asalto a embajadas internacionales como la de EE. UU. en Yakarta o la de Francia en La Haya. De todos modos, el Ejército Rojo parecía tener su verdadera fijación en el mundo de la aviación. Sus acciones más notorias en este sentido fueron el secuestro de dos aviones en 1977. El primero, que sobrevolaba la India cuando los militantes del Ejército Rojo Japonés lo tomaron bajo su mando, fue forzado a aterrizar en Bangladesh, y sus pasajeros no fueron liberados hasta que el gobierno japonés pagó un rescate de seis millones de dólares y puso en libertad a seis miembros del grupo terrorista que estaban encarcelados. El segundo de los aviones secuestrados transportaba al cubano Mario García Incháustegui, entonces embajador en Malasia, cuando un terrorista trató de tomar los mandos de la aeronave y terminó estrellándola, matando a todos los pasajeros.
Aun así, su atentado más ambicioso tuvo lugar en 1971 en Israel. En el aeropuerto de Lod (otra vez los aviones), una ciudad no muy lejos de Tel Aviv, los terroristas dispararon indiscriminadamente contra todo el que se encontraba a su alrededor. Tras asesinar a 26 personas y herir a otras 78, uno de los asaltantes se suicidó, otro fue abatido por las fuerzas de seguridad. y un tercero fue arrestado.
Fusako Shigenobu, la mujer que estuvo al frente de la organización desde su fundación, fue detenida en el año 2000 y enviada a prisión. Desde su celda, declaró la disolución del Ejército Rojo Japonés en 2001, pero aseguró que pretendía seguir dando la batalla en el terreno político. De todos modos, y aunque ha intentado apelarla, su condena es firme hasta 2026. Está por ver si, a los 81 años que habrá cumplido para entonces, todavía tendrá ese espíritu intacto.
Verdad Suprema
Pasada la moda del terrorismo de extrema izquierda, el gurú Shoko Asahara, que se consideraba a sí mismo el “primer iluminado desde Buda”, formó una secta religiosa inspirada en creencias tomadas del Budismo, del Hinduismo, de profecías cristianas apocalípticas e incluso de la corriente espiritualista del “New Age” que consiguió registrar oficialmente como organización religiosa en Japón bajo el nombre de Verdad Suprema.
Aunque la ideología de Asahara nunca estuvo demasiado clara, su objetivo era transformar la sociedad japonesa por completo, e instó a varios miembros de Verdad Suprema a presentarse a las elecciones parlamentarias de 1989 con la esperanza de poder hacerlo desde las instituciones. No funcionó. Tras unos resultados decepcionantes, la secta decidió explorar vías alternativas, y se lanzó de lleno a la producción de gases tóxicos y al entrenamiento en las armas. Un cambio drástico, vamos. Verdad Suprema llevó sus actividades clandestinas más allá de Japón, tanto a Europa como a América, e incluso se encontró un laboratorio del grupo en Australia.
Los seguidores de Asahara, en su mayoría personas de clase media-alta que estaban insatisfechos con sus vidas, siguieron a su líder en esta travesía desde la política hasta el terrorismo. En 1994, un año antes de que la secta se presentase en sociedad con los ataques del metro de Tokio, varios de sus militantes rociaron gas sarín en la localidad de Matsumoto, donde murieron ocho personas. Este ataque, que no se esclareció a tiempo, sirvió a Verdad Suprema como una prueba para lo que vendría después. Así, en 1995, distribuyeron once bolsas con el mismo agente nervioso en el metro de Tokio, de las que ocho se abrieron y rociaron a los pasajeros. El caos no tardó en llegar. A los pocos segundos de entrar en contacto con el gas, los individuos comenzaron a notar un fuerte picor de ojos y les invadieron las náuseas y los mareos.
Siendo la primera vez que se enfrentaban a semejante situación, los servicios de emergencia de la ciudad colapsaron. La falta de conocimiento llevó a cientos de profesionales sanitarios a entrar en contacto directo con el gas al tratar a los pacientes, muchos de los cuales habían incluso llegado en taxi a los hospitales. Pero no solo se puede culpar a los servicios sanitarios de la estéril respuesta que tuvo el ataque. En Japón, la ley sobre las personas jurídicas religiosas es de lo más ambigua, y hace muy complicada la investigación a fondo de las organizaciones de este tipo. Además, es una tarea que recae sobre el Ministerio de Educación, Cultura, Deportes, Ciencia y Tecnología en lugar del Ministerio de Justicia, lo que parecería una opción más adecuada.
A pesar de que en un primer momento las autoridades sospecharon de agentes enviados por Corea del Norte, la policía finalmente detuvo a Asahara, que fue condenado a muerte en 2004 y ajusticiado en julio de 2018. La secta, ya ilegalizada en Japón, cambió en 2000 su nombre por el de Aleph, se refugió en países del Este de Europa y Rusia, y renegó de su pasado terrorista.
Estado Islámico
Pero no todo el terrorismo ha sido local en Japón. Al menos nueve japoneses se unieron en Siria e Irak al grupo yihadista Estado Islámico en su cruzada para erigir un califato. Y en 2014, el mismo grupo amenazó al país tras secuestrar al periodista Kenji Goto y al “aventurero” Haruna Yukawa en Siria. El gobierno nipón se negó a pagar el rescate de 200 millones de dólares que pedían por su liberación (un cambio de política respecto a los tiempos del Ejército Rojo), y los terroristas los decapitaron, no sin antes advertir al Primer Ministro del país, Shinzo Abe, de que había entrado en “una guerra que no podía ganar”.
Esa amenaza hacía referencia al hecho de que el gobierno japonés se había comprometido a apoyar económicamente a los países de Oriente Medio que estuvieran batallando contra el extremismo violento en la región, aunque en ningún caso Japón se llegó a plantear una intervención militar en la zona. Y no porque no quisiera, sino porque no puede. La constitución, redactada en gran medida por Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, prohíbe a Japón tomar las armas en cualquier acción ofensiva. De todos modos, ha seguido apoyando, por vía financiera y política, las acciones de otros países en la lucha contra el terrorismo global.
Es evidente que Japón, por alejado que esté en los mapas, no es ajeno a las actividades de grupos terroristas, tanto dentro como fuera del país. Y, si bien es cierto que este fenómeno no es ni mucho menos una de las mayores amenazas para sus ciudadanos, la administración hará bien en no perder de vista las asociaciones extremistas que puedan surgir en el país. De momento parece que ha tomado nota. El ataque en el metro de Tokio de 1995 llevó al gobierno a aumentar los poderes de la Agencia Pública de Seguridad e Inteligencia, que desde entonces puede vigilar a los miembros sospechosos de haber tomado parte en asesinatos (aunque no está claro que pueda hacerlo antes de que se haya cometido el crimen, dificultando su prevención). Además, en 2017 la coalición de gobierno promulgó, no sin levantar polémica, una nueva ley sobre delincuencia organizada para penalizar la conspiración criminal. Sin embargo, el discurso de odio no está perseguido, así que cualquier extremista puede promulgar un mensaje excluyente sin ser castigado. Una de cal y otra de arena.
Ahora que se abre una nueva era en Japón, sus gobernantes podrían aprovechar para repensar su política antiterrorista y afrontar una serie de cambios que sin duda contribuirían a prevenir el extremismo en un país que, con todo, es bastante seguro.