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El progresivo ocaso de la influencia europea en el mundo y la irrupción de fuerzas populistas en el viejo continente parecen procesos históricos que guardan algún tipo de relación.

Durante el siglo XX, América del Norte, Europa occidental, Australia y el Japón de la posguerra generaban la mayoría de los ingresos mundiales. Ahora, por primera vez en más de cien años, su participación en el PIB mundial ha caído por debajo de la mitad, y según las previsiones del FMI, caerá a un tercio en la próxima década.

Esta decreciente porción de influencia mundial está siendo capturada por países con sistemas políticos tradicionalmente ajenos al núcleo de poder y con menor influencia relativa en las organizaciones multilaterales.

Así mismo, estos países distan mucho de ser democracias perfectas y suelen evitar las cortapisas de rendición de cuentas que implican los regímenes democráticos, gracias a lo cual encuentran menos fricciones a la hora de llevar a cabo sus agendas.

Estos patrones están desmintiendo una idea que se daba por asentada: puede ser que la democracia haya dejado de ser la vía más rápida al estado del bienestar.

Esta dicotomía entre democracia y bienestar es relativamente novedosa: durante la segunda mitad del siglo XX, los regímenes democráticos del mundo occidental habían alcanzado de manera sistemática unas mayores tasas de crecimiento, y la implantación de acuerdos de corte socialdemócrata había permitido una razonable redistribución de la riqueza y unos sistemas de protección social.

Los ciudadanos de todo el mundo se sentían atraídos por la democracia liberal, no solo por sus valores, sino también porque ofrecía el modelo más probado de éxito económico.

Esta recurrente coincidencia entre sistemas políticos y económicos ha invitado a pensar que democracia y capitalismo iban de la mano. Del mismo modo, se creía que el desarrollo económico llevaba aparejado una exigencia de mayores cotas de liberalización política por parte de la ciudadanía.

Estamos viendo como, por primera vez, el distintivo democrático, tradicionalmente una enseña europea, puede empezar a ser percibido como una amenaza al desarrollo: ya hay países dentro de la UE que están adoptando posturas antiliberales, y las próximas elecciones europeas pueden ser decisivas en este sentido.

Como el lector conocerá, este dilema está siendo planteado entre países del este europeo, como Polonia y Hungría, donde fuerzas populistas conservadoras han obtenido amplias mayorías electorales, a través de las cuales buscan modificaciones constitucionales que faciliten su continuidad en el poder. Existe el riesgo de que esta involución democrática se traslade a otros estados miembro.

Lo expresaba con claridad el primer ministro húngaro Viktor Orban, para mantener la competitividad global, «debemos abandonar los principios liberales de organización de una sociedad«.

La apelación a las ventajas económicas para apoyar este dirigismo es innegable y puede suponer un riesgo para el tradicional mayor atractivo inherente de los regímenes democráticos liberales.

La conjunción de dos fuerzas puede ayudar a explicar este cambio: el mayor desarrollo de países autoritarios y la creciente desigualdad observada en las economías avanzadas occidentales.

Como es sabido, los sistemas democráticos incluyen entre sus provisiones la posibilidad de cambiar el gobierno de maneras no violentas. No obstante, parece que los regímenes autoritarios hace años que incluso han desechado esta posibilidad.

Vladimir Putin ha ostentado el poder ejecutivo en Rusia de manera casi ininterrumpida desde el año 2000, y para mantener el poder y controlar los procesos electorales no se ha escatimado a recurrir a un feroz nacionalismo y a las detenciones de los líderes de la oposición.

Xi Jinping, por su parte, está maniobrando para establecerse como dictador de por vida, abandonando el sistema de sucesiones predecibles y no violentas de Deng, quien estableció normas que limitaban a los líderes principales a dos mandatos de cinco años en el cargo y la jubilación obligatoria a los 70 años. 

Como afirma Yuen Yuen Ang, la autora de “How China Escaped the Poverty Trap”, en lugar de instituir elecciones multipartidarias, establecer protecciones formales para los derechos individuales o permitir la libre expresión, el PCC ha hecho cambios bajo la superficie, reformando su vasta burocracia para obtener muchos de los beneficios de la democratización, en particular, la responsabilidad y la competencia, pero sin renunciar al control por parte de un solo partido.

Durante las últimas décadas, la alternativa más llamativa al camino democrático ha llegado precisamente en China, país que ha sido gobernado por una élite autoritaria excepcionalmente competente.

Si bien estos regímenes autoritarios carecen de legitimidad democrática, su estabilidad en el tiempo permite un mejor caldo de cultivo para afrontar proyectos globales, como demuestra la larga planificación en base a la cual se está diseñando la nueva Ruta de la Seda.

Sorprendentemente, el crecimiento económico observado bajo regímenes autoritarios no está motivando, al menos de manera efectiva, una demanda de mayores cotas de libertad política, y este desarrollismo con aspectos capitalistas puede ser el reflejo en el que se miren los países en vías de desarrollo. Como lo expresó el primer ministro de Malasia, Mahathir Mohamad, en 1992, la “estabilidad autoritaria” es la que ha permitido la prosperidad.

El riesgo de que la adopción de las vías democráticas haya dejado de ser visto como el camino más seguro al desarrollo económico es cada vez más real, y las democracias occidentales no están exentas de culpa.

Pese a que existen numerosos estudios que indagan en las causas y consecuencias de la desigualdad, coinciden en que se está dando un aumento de la desigualdad y un empobrecimiento relativo, a través de mecanismos estructurales inherentes al sistema. El pacto socialdemócrata de mediados del siglo XX está perdiendo vigencia.

La participación laboral sobre el PIB ha disminuido constantemente en muchas economías desarrolladas, y los excedentes producidos por incrementos en la productividad son sistemáticamente capturados por los dueños del capital, no por los dueños del trabajo.

En Estados Unidos, en las cuatro décadas desde 1970, la productividad aumentó casi un 75%, mientras que los salarios aumentaron en menos del 10% en términos reales. Para el 60 por ciento inferior de los hogares, apenas aumentaron.

El hecho de que la tasa de rendimiento del capital sea recurrentemente más alta que la tasa de crecimiento económico provoca que la brecha entre aquellos cuyos ingresos provienen de activos de capital y aquellos cuyos ingresos se derivan del trabajo aumente de manera inexorable, generando una mayor desigualdad y echando por tierra aquella promesa de que el capitalismo permitía ascender socialmente a quien se esforzaba. Este decaimiento de facto de las premisas básicas del sistema invita urgentemente a repensar un nuevo capitalismo

Los sistemas democráticos liberales se enfrentan a dos grandes retos simultáneos: fomentar un capitalismo que progresivamente se aleje de este continuado aumento de la desigualdad, y formulaciones políticas que, manteniendo sistemas de check and balances y rendición de cuentas propios de los sistemas democráticos, no sean comparativamente menos efectivas a la hora de afrontar proyectos globales que sus contrapartes autoritarias, que prescinden de la carga “democrática”.

La manera en la que se logre conjugar ambas soluciones será uno de los mayores retos a los que deberán hacer frente los países democráticos.

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