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Probablemente Ucrania sea el único país del mundo que siente la necesidad de proclamar en su himno nacional y, específicamente en la primera frase de su primer verso, que el país aún no ha muerto. Teniendo en cuenta la actual tensión entre la Federación Rusa y Ucrania, esa afirmación parece inquietantemente perenne.

Pero como todo fenómeno geopolítico, tanto las raíces de esa tensión como su futuro desenlace eluden cualquier análisis sumario y monocausal. Como español rumano-descendiente recuerdo que cuando empecé a tener conciencia de las relaciones internacionales, Ucrania me parecía poco más que la patria de los “rusos del sur”. En concreto, se trataba de un país que de alguna forma aún permanecía en la esfera de influencia de la Federación Rusa. Mostraba poca o ninguna inclinación hacia el proyecto de la UE y en no pocas ocasiones tomó una línea prorrusa contra sus vecinos del sur. Por consiguiente, a nivel personal mi visión oscilaba entre la indiferencia y la antipatía.

Unos manifestantes lanzan piedras tras una barricada durante las revueltas del euromaidan, 18 de febrero de 2014. Fuente: Аимаина хикари

Quizás, más que el Euromaidán en sí y las posibles sinergias entre Rumanía (como miembro reciente de la UE y la OTAN) y Ucrania (como aspirante a ambas), lo que cambió mi visión sobre Ucrania (además de los años y una perspectiva más académica) fue la reacción rusa ante el percibido “portazo” ucraniano a la Unión Económica Euroasiática. La anexión de Crimea en su totalidad y la creación de las llamadas “Repúblicas Populares” de Donetsk y Lugansk, sobrepasaron la respuesta ponderada de proteger a una minoría rusófona y se adentraron en el campo de la (re)creación de una Ucrania prorrusa.

Desde entonces, Ucrania y Rusia han estado jugando una peligrosa partida de ajedrez en la cual Rusia cuenta con ingentes ventajas en el campo de los recursos y la paciencia estratégica. Ucrania, por otro lado, cuenta con pocas o ninguna, estando en la situación nada envidiable de tener un territorio de difícil defensa ante un ejército mecanizado moderno con superioridad aérea y naval, como lo es el ruso. Asimismo, existen otras dificultades añadidas como son la necesidad de adquirir material en el exterior, el constante desgaste que supone la movilización de las tropas y, por último, pero no por ello menos importante, el quintacolumnismo ultraderechista, que no deja de ser el “elefante en la habitación” de las relaciones con las democracias liberales occidentales.

De todos los factores mencionados anteriormente, el más elaborado e inquietante es sin duda el último. Durante los combates del Euromaidán, los grupos que adquirieron más experiencia fueron los ultraderechistas (y en algún caso abiertamente pronazis), siendo estos un actor que si bien no es controlado por Rusia (que lejos de su retórica de la Gran Guerra Patria tiene sus propias facciones al uso, aunque convenientemente mantenidas a raya por el conservador Putin), podría acabar jugando un papel decisivo a favor de sus intereses estratégicos.

Supongamos que ocurre el peor desenlace posible para Ucrania y se produce un golpe de estado ultraderechista que a diferencia de sus precedentes históricos en los años 30-40 del siglo pasado (Vargas y los Integralistas en Brasil, Dollfuss y los Nazis austriacos en Austria, Franco y los falangistas en la posguerra civil y Antonescu y los Legionarios en Rumanía) ya no puede ser frenado por un elemento ultraconservador. Esto entregaría en bandeja a Rusia un casus belli que difícilmente podría ser impugnado por los demás actores presentes (desde Estados a individuos pasando por ONGs y grupos de interés).

Una Ucrania ultraderechista, por desgracia, es un factor posible, ya que el nacionalismo ucraniano previo a su independencia cuenta con referentes poco edificantes como Stepán Bandera, creador de la colaboracionista Organización de Nacionalistas Ucranianos (OUN) que durante parte de la Segunda Guerra Mundial escogió trabajar con y para los nazis.

No estoy diciendo que el nacionalismo ucraniano no cuente con referentes positivas, sencillamente que si en el pasado la combinación del Holodomor (la gran hambruna de la URSS en los años 30 que afecto de forma especialmente cruel a Ucrania, como región productora de trigo) e invasión extranjera produjo su variante más atroz, en el presente, la combinación de mutilación territorial, falta de progreso a nivel de objetivos internacionales y falta de apoyo internacional en la defensa de sus intereses, puede conllevar otro desenlace funesto.

No obstante, los decisores a nivel ruso y Putin en especial son plenamente conscientes de la no existencia de un pacto de defensa en firme entre Ucrania y la OTAN, pacto que pretenden evitar a toda costa y cuya posibilidad futura quieren impedir con la aplicación de algún tipo de garantía de neutralidad perpetua como la austriaca o la finlandesa.

El problema principal, sin embargo, es que Ucrania no es ni Austria (10 años de ocupación militar soviética y gobierno comunista) ni Finlandia (una historia complicada de convivencia entre vecinos con no pocos elementos que impidieron su “satelización” tras la Segunda Guerra Mundial). Ucrania es un país cuya forma actual, ciertamente, viene dada por el deseo de Stalin de tener tres votos en la Asamblea General de las NNUU (URSS, Bielorrusia y Ucrania), pero cuyo carácter estatal no es discutible.

Foto realizada en Jarkov en 1933, en pleno Holodomor. Autor: Alexander Wienerberger (1891-1955).

Ucrania es una realidad multinacional compleja, que de caer en un reduccionismo ultraderechista podría causar la mayor crisis humanitaria europea vista en décadas. Ucrania vivió subordinada a la esfera de la URSS y posteriormente a la de la Federación Rusa y, como sus vecinos que accedieron a la UE y la OTAN, considera que las garantías, ventajas y reparaciones históricas proporcionadas por Rusia no están a la altura de sus designios.

Por todo ello, Ucrania es una realidad compleja y capaz de arrastrar tras de si a actores de peso a nivel mundial. También podríamos decir que si bien la Ucrania no rusófila no ha muerto aún, su futuro en clave estatal es cada vez más incierto.

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