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Lejos de algunas de las tesis sostenidas hasta ahora, el interés turco en Libia pasa por el control de los flujos migratorios con los que presionar a Europa, la obtención de una mejor posición estratégica en el Mediterráneo y en última instancia el beneficio económico.

La forma de actuar del estado turco en MENA (Norte de África y Oriente Medio) ha ido variando a lo largo de la última década: desde un «gigante dormido» en la primera década del siglo XXI, hasta una potencia activa e incluso intervencionista.

La evolución turca se puede enmarcar en la lucha de poder interna del Partido de Desarrollo y Justicia, que lleva dominando la política interna del país desde hace décadas.

A la izquierda Erdogan, a la derecha Abdulá Gül. Cada uno de ellos representaba una visión distinta de la política exterior turca.

En su seno dos personalidades han pugnado por el poder: Recep Tayip Erdogan y Abdulá Gül, siendo el primero quien ha terminado por vencer.

Abdulá Gül representaba una política más «progresista» o más «laica», fue durante su mandato cuando Ankara pujó por entrar a la Unión Europea, proyecto que terminó en una gran desilusión.

A lo anterior se sumó un cambio en la corriente de nuestros tiempos que recela de las supuestas ventajas de la globalización y tiende a cierto nacionalismo y a un reforzamiento de las «raíces».

Y por último y quizás más importante: la Primavera Árabe.

Turquía nunca ha sido timorata a la hora de defender los que considera sus intereses vitales, aunque ello suponga un choque con sus aliados de la OTAN. No hay más que recordar la Operación Atila para conquistar y dividir el Chipre griego del Chipre turco, o su negativa a prestar sus aeropuertos en las operaciones contra Saddam.

Pero llegó una Primavera Árabe que revolvió el orden regional, lo que atrajo a diversas potencias que veían una oportunidad de conseguir un nuevo orden favorable a sus intereses: en este contexto una Turquía hasta entonces relativamente apática en su política exterior se volvió mucho más activa.

Al fin y al cabo, es uno de los pocos países de MENA con una verdadera nación asentada en la historia, en particular sobre la del Imperio Otomano, y además posee una población, unos recursos y una de las industrias más desarrolladas de la región.

A ello se suma la victoria del «Erdoganismo» en la política turca, con lo que el ala más conservadora y nacionalista del Partido de Justicia y Desarrollo impulsó una política más activa que además no dudaba en rememorar la herencia otomana y las raíces de su poder en el Islam.

En este sentido, la colusión de Qatar y Turquía era clara: Ankara no pretendía seguir siendo un actor pasivo, sino una de las potencias competidoras en la región, y además ideológicamente el islamismo enraigado en el pasado imperial otomano convergía con la ideología política de Doha.

Y en 2010 llegó la Primavera Árabe a Libia. Ghadafi y Ankara habían cultivado unas buenas relaciones hasta entonces. Estaba comprometido un volumen de intercambios de unos 15.000 millones, incluyendo importantes inversiones de Trípoli en Turquía.

De esta forma, Ankara decidió apoyar a los rebeldes libios, y tratar de asegurar su interés económico.

Recordemos que entre 2010 y 2011 la lectura que se hizo en el país de la media luna es que la mayor parte de los levantamientos serios tenían éxito: los dictadores de Túnez y Egipto habían caído muy rápido, contra Ghadafi iba a agruparse una coalición que haría casi imposible su victoria, y en Siria Ankara calculó los mismos resultados.

El problema llegó cuando tras el fin de la Primera Guerra Civil Libia no solo no llegó la paz, sino que el caos se adueñó del país y el embargo y las sanciones económicas hacían perder a Turquía casi todo lo que esperaba haber podido asegurar.

Lidiar con millones de refugiados e inmigrantes es uno de los mayores desafíos para la UE, y consecuentemente una oportunidad de presionar para quienes controlan tales «oleadas».

Pensemos que en 2009 los diarios se hacían eco de la intención turca de aumentar el intercambio comercial con Libia hasta los 10.000 millones en los próximos 5 años, hasta 2014.

Sin embargo, en 2014 el volumen de intercambios fue de apenas 2.309 millones con un balance positivo para Turquía de 1.811 millones. Y con el paso de tiempo ha ido incluso a menos: en 2018 se había reducido a 1.865 millones con un balance positivo de apenas 1.131 millones.

Las expectativas turcas se habían visto reducidas en un 80-90%.

Y en mayo de 2014 estalló la Segunda Guerra Civil Libia.

Para entonces Libia se había convertido en un socio de tercera fila, lejano y eclipsado por Siria, que estratégicamente tenía mucho mayor interés para Ankara.

Pero los bandos emfrentados en Libia necesitaban financiación y material, y estaban dispuestos a hipotecar el futuro de su subsuelo si era necesario.

Ankara tenía voluntad política, una industria de defensa bien construida y capaz de proporcionar el material que hiciera falta, y además un aliado qatarí dispuesto a soportar buena parte de los gastos: «invertir» en Libia empezaba a merecer la pena.

Además, la guerra de Siria puso de relieve una cuestión que en realidad España ya había vivido con Marruecos mucho tiempo antes: el empleo de los flujos migratorios como herramienta de presión sobre una Europa incapaz de lidiar con tales oleadas.

Tras la crisis de los refugiados Turquía logró suculentos pagos desde la UE y además empezó a sacarle provecho a los refugiados sirios en su territorio: muchos fueron reasentados en los territorios conquistados del norte de Siria, su manutención era abonada por instituciones internacionales y además proporcionaban una suerte de pie de ejército idóneo para intervenir en conflictos como el de Siria y posteriormente el de Libia.

Influyendo en Siria y Libia, Turquía obtendría una enorme influencia sobre los dos mayores cuellos de botella migratorios que atenazaban a la UE, lograría un aliado fiable en Trípoli y además podría beneficiarse de las riquezas en hidrocarburos de la zona.

Libia mejoraría la posición regional turca y le ayudaría a posicionarse respecto a la crisis por los hidrocarburos aparecidos en el Mediterráneo Oriental, donde Israel, Grecia y Egipto acabarían por coligarse para contener a Ankara.

Sin embargo, el esfuerzo turco no fue suficiente y cuando llegó, fue algo tarde. Escogieron como aliados a los islamistas, a menudo relacionados con los Hermanos Musulmanes, pero incluso estos estaban muy divididos y no habían logrado el grado de cohesión del LNA de Haftar.

El despliegue de fragatas turcas en Trípoli es un hecho sin precedentes.

Con el paso del tiempo, el LNA, brazo armado del Parlamento de Tobruk había ido ganando terreno al GNA apoyado por Turquía y Qatar, y solo en el último momento a finales de 2020 la intervención masiva y directa de Ankara permitirá estabilizar la guerra.

Pero una intervención tan directa por parte de Turquía, quien ha desplegado tropas, unidades de defensa aérea, drones y hasta fragatas con misiones de escolta, puede tener un precio político y económico para Ankara.

La comunidad internacional tiende a castigar las operaciones en las que un estado involucra directamente a su ejército, en particular si se trata de las fuerzas terrestres, para influir en el resultado de una guerra. Dicho castigo suele incluir un notable empeoramiento de las relaciones, sanciones económicas e incluso una escalada del conflicto.

En última instancia la intervención turca podría estar buscando una situación de tablas semejante a la de la provincia rebelde de Idlib (Siria), donde la presencia turca limita las operaciones ofensivas de Assad, pero no existe una ocupación en toda regla como sí ocurre en otros territorios ocupados por Ankara más al norte.

No obstante, un alto el fuego «eterno» en las condiciones actuales deja a los interese turcos a medio fuelle, ya que conservando el actual territorio del GNA Turquía no tendría el grifo de migratorio libio, aunque es cierto que en el plano económico y en su posición estratégica en el Mediterráneo sus objetivos podrían verse satisfechos.

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