El conflicto en Mali: ¿sin perspectivas de futuro?

A comienzos del año 2012, Mali se mantenía en la forma de un país más o menos democrático con serios problemas de corrupción, estragos en los cultivos tras las recientes sequías y severos problemas de distribución y abastecimiento en el norte. El conflicto en Mali y especialmente en el Azawad (norte del país) iniciado en 2012 no era nuevo, pues ya entre 2006 y 2009 se produjo una rebelión tuareg en la que se reclamaba una mayor representación de los tuaregs en el gobierno y en el ejército que fue aplacada por la fuerza por parte de las autoridades malienses.
Lo que parece ser una diferencia fundamental en esta insurgencia fue la llegada de combatientes tuareg de territorio libio tras la desintegración del estado magrebí: estos combatientes terminaron por unirse o bien a las filas del yihadismo o bien al MNLA (Movimiento Nacional de Liberación del Azawad), grupo nacionalista tuareg que reivindicaba como suyo el territorio del norte de Mali.
Sea como fuere, la presencia de los islamistas en el terreno y la formación del MNLA en octubre de 2011 sirvieron de base para que, el 16 de enero de 2012, el comité central del Movimiento del Azawad exigiera al gobierno maliense que reconociera al territorio del Azawad como una entidad independiente: ante su negativa, el grupo nacionalista declaró una insurrección a nivel nacional en todo el territorio del norte de Mali, teniendo como reivindicación la creación de un estado propio.
El rápido avance de los milicianos tuareg se vio acompañado con la formación de un frente unido entre el MNLA, Ansar Dine (grupo yihadista autóctono del norte de Mali) y el MUYAO (Movimiento para la Unicidad y la Yihad en África Occidental), actuando como filial de Al Qaeda en el Magreb Islámico. Esta alianza circunstancial se rompería rápido, pues a Ansar Dine y al MUYAO les motivaba más el salafismo que la independencia: en mayo Ansar Dine y el MUYAO sostuvieron sus pretensiones de instaurar un estado islámico y, ante la negativa del MNLA de participar en esta empresa, comenzaron a luchar contra los nacionalistas tuareg hasta expulsarlos de las ciudades capturadas.

La situación caótica que vivía el país trajo consigo un desmoronamiento casi total del estado a todos los niveles (con un golpe militar que depuso al presidente electo) y llevó al desplazamiento de cientos de miles de refugiados a los países vecinos, haciendo estallar una alarma humanitaria en la región y un profundo miedo por parte de la comunidad internacional, más especialmente por Francia.
Este miedo, por supuesto, viene unido a los profundos intereses geoestratégicos y económicos de Francia en Mali, pues estamos hablando de la desestabilización de un país cuya economía está en gran medida capitalizada por las empresas francesas y que, junto con el vecino Níger, es un socio fundamental a la hora de proporcionar uranio a la industria del país galo: la caída de Mali podría arrastrar consigo al gobierno nigerino, convirtiendo al Sahel (el patio trasero de Francia) en un polvorín que afectaría profundamente a la influencia político-militar francesa y a su economía.
Finalmente, tras una intensa labor diplomática encabezada por Francia y sus socios de la CEDEAO (Comunidad de Estados del África Occidental, organismo supranacional de cooperación económica en el que se encuentra Mali) a lo largo de finales de 2012 y principios de 2013 se llevó a la creación de tres misiones distintas en territorio maliense: una entre Francia y la CEDEAO (la MISMA), otra de la ONU (MINUSMA, con distintos países como Alemania o Estados Unidos pero fundamentalmente compuesta de Francia y sus socios africanos) y otra de la UE (EUTM Misión de Entrenamiento de la Unión Europea en Mali por sus siglas en inglés).
Mientras todas estas negociaciones diplomáticas sucedían, el gobierno maliense se puso en contacto con Francia solicitando al país una intervención militar, lo que terminó por ser el empujón perfecto para que el país europeo desplegara la operación Serval comenzando con un bombardeo estratégico cerca de la ciudad de Konna el 10 de enero de 2013. Se iniciaba una operación relámpago que para finales de marzo había conseguido de iure reestablecer la integridad territorial de Mali, motivando la realización de negociaciones entre el MNLA y el gobierno el 18 de junio con un acuerdo en el que, si bien se reconocían aspectos como la reintegración de tropas tuareg en el ejército maliense dejaría muchas cosas en el tintero (como el desarme de las milicias étnicas formadas durante el conflicto o la descentralización del estado); asimismo, en julio se celebrarían elecciones reconocidas como legítimas por la comunidad internacional, pasando por tanto de un gobierno transicional a un gobierno civil dirigido por Ibrahim Boubacar Keita.
Con estos acuerdos que en teoría habían terminado la parte fundamental del conflicto, el presidente Hollande dio por finalizada la operación Serval en julio de 2014; sin embargo, el gobierno galo se había dado cuenta de la frágil estabilidad tanto de la región del Sahel como de la totalidad de Mali, por lo que el 1 de agosto decidió iniciar la operación Barkhane para convertirse en el pilar antiterrorista francés en la región.

La ambiciosa operación, que en sus inicios supuso el despliegue de unas tres mil tropas francesas (mil estacionadas en Mali), se inició sin final aparente, con el ambicioso objetivo de eliminar la amenaza yihadista tanto del Sahel como del territorio maliense.
Sin embargo, la Serval parecía no haber cumplido sus objetivos propuestos, pues Mali continuaba siendo un foco de inestabilidad e inseguridad: por ejemplo, los ataques suicidas, lejos de incrementarse, continuaron en ascenso, alcanzando su máxima cota con un atentado en 2017 en Gao que dejaba 77 muertos. En noviembre de 2015, el gobierno maliense consiguió firmar con el MNLA un acuerdo de paz definitivo, donde se asentaban los puntos ya firmados (integración de los tuareg en el ejército, entre otros) y la autodeterminación o la autonomía quedaban en el aire.
Sin embargo, a pesar del acuerdo, de la operación Serval y Barkhane y de la existencia de tres misiones de paz, Mali continúa manteniéndose como un oasis de inestabilidad con la creación de nuevos grupos yihadistas como el Frente de Liberación de Macina. Para resolver algunas de estas cuestiones, en noviembre de 2014 y bajo el tutelaje de Francia se creó el G5 Sahel, una organización de cinco países sahelianos (Burkina Faso, Chad, Mali, Mauritania y Níger) mayormente enfocados a la elaboración de políticas conjuntas de desarrollo y seguridad.

Desde la casi total descomposición del estado maliense en 2012, parece evidente que el conflicto en Mali ha trascendido más allá de disputas nacionalistas: cuando la administración de Mali se desmoronó fruto del golpe de estado militar, diversos grupos pastoriles y pesqueros de una gran variedad de grupos étnicos se alzaron en armas, constituyendo milicias de autodefensa. Seguro de sus capacidades para garantizar la seguridad y la estabilidad en todo el territorio, el gobierno de Bamako ignoró a estos grupos en cualquier negociación de paz, con la explicación parcial de que el conflicto sólo giraba alrededor del MNLA (con el que estaban negociando) y de los yihadistas (a los que se creía haber derrotado militarmente).
La situación con las ya mencionadas milicias de autodefensa se ha transformado en un brutal conflicto cada vez más violento mayormente protagonizado por los fulani, dedicados sobre todo al pastoreo, y los dogon-donzo, especializándose los dogon en agricultura y siendo los donzo miembros del grupo dogon que se dedican a la caza: de forma mayoritaria, estos tres grupos habitan el centro de Mali. El hecho de que entre los miembros del AQMI se encontraran numerosos miembros del grupo de los dogon ha servido de excusa para que milicias de mayoría fulani realicen matanzas y atentados contra comunidades dogon, a lo que algunas milicias donzo han respondido con más violencia. Por tanto, a los problemas que ya sufrían estos grupos étnicos (sequía, desertización, problemas de reparto de tierras…) se ha sumado un estado que es incapaz de garantizarles protección y satisfacer sus demandas más básicas.

Por si fuera poco, a la problemática étnica hay que sumarle el reparto de la tierra, poniendo para ello el caso práctico de las negociaciones con Libia: en los años de bonanza de Gadafi, el gobierno maliense aceptó ceder numerosas hectáreas de tierras a inversores libios a cambio de la construcción de proyectos de irrigación y a la llegada de capitales extranjeros al país. Lo que se ha conseguido en la práctica con tratos como estos es privar a una enorme cantidad de agricultores y ganaderos de territorios fértiles en un país que sufre graves problemas de desertización, llevándose los inversores libios tierras que han pertenecido a comunidades malienses desde hace siglos.
Los atentados y la presencia yihadista en el terreno, unida al conflicto étnico y económico han hecho que la misión de la ONU en Mali se convierta en la más sangrienta de su historia. Y la violencia, lejos de eliminarse, parece haberse extendido efectivamente por gran parte del Sahel, engullendo grandes extensiones de territorio en países como Níger o Burkina Faso. Por el momento, la respuesta clásica por parte de actores como Francia o el G5 Sahel ha sido incrementar el envío de efectivos y recursos militares (con un Estados Unidos que, paradójicamente, parece batirse en retirada), con la esperanza de que más tropas puedan resolver una escalada de violencia que no deja de aumentar tanto para la población maliense como para los efectivos enviados al país.
Lo que hay que entender de forma fundamental es que el conflicto en Mali y la violencia que engulle al Sahel no puede ser interpretado como una mera cuestión étnica o territorial, ni mucho menos simplemente como una cuestión religiosa. Agravios como el reparto de la tierra, los problemas de sequía, una situación generalizada de falta de protección, falta de empleo y de oportunidades son factores más relevantes para lanzar a los jóvenes a las filas del yihadismo o de la violencia que una ideología propiamente dicha: pastores, cansados de un estado corrupto e ineficiente y de un modelo de desarrollo que no atiende sus necesidades, aceptan a los grupos armados radicales antes que al propio gobierno.
Por tanto, bajo la impresión de este humilde redactor, el conflicto en Mali no se soluciona cortando las hojas que han brotado en forma de violencia, sino extirpando unas raíces fundamentadas en un modelo de desarrollo desigual y que gran parte de los ciudadanos perciben como injusto: tristemente, una solución tan largoplacista no parece tenerse en cuenta en estos momentos entre los que supervisan la cada vez más deteriorada situación de paz en Mali.