Kirguistán, tierra de revoluciones
Por Francisco Olmos
El 5 de octubre los ciudadanos kirguizos salieron a las calles de la capital a protestar por el pucherazo de las elecciones parlamentarias celebradas el día anterior. En unas horas, los manifestantes tomaron el parlamento y la oficina presidencial, evidenciando la falta de autoridad del presidente Sooronbai Jeenbekov. Éste acabó dimitiendo días más tarde, convirtiéndose en el tercer jefe de estado de Kirguistán en poco más de 15 años, que se ve forzado a abandonar su puesto por un levantamiento popular.

En las tres décadas en las que ha sido una nación independiente, la única democracia de Asia Central ha visto como revoluciones han depuesto directamente a dos presidentes y han jugado un papel en la renuncia de un tercero. En una región en la que el autoritarismo se ha impuesto desde la caída de la Unión Soviética, Kirguistán sigue, de momento, siendo la excepción.
La democracia kirguiza adolece de diversos males tales como la falta de independencia judicial, la corrupción y los vínculos entre la política y el crimen organizado, pero pese a ello y a su manifiesta precariedad, sigue siendo un foco de relativa libertad. Los kirguizos han demostrado a lo largo de estos años que no dudarán a la hora de echarse a las calles para oponerse al gobierno y, si es necesario, derrocarlo. Aunque no todo es tan simple como parece.
Un físico metido a presidente
Mientras que en las otras exrepúblicas soviéticas de Asia Central la independencia no trajo un cambio en el liderazgo del país, con los antiguos mandatarios de la época comunista puestos por Moscú simplemente mudando su piel y convirtiéndose en líderes nacionales, Kirguistán, vio como un científico se ponía al frente del país. Físico de formación y presidente de la Academia de las Ciencias de la República Socialista Soviética (RSS) Kirguiza, Askar Akayev, representaba una figura independiente para una nueva época en la historia de la RSS y, meses más tarde, del Kirguistán independiente.

El científico convertido en presidente terminó por adquirir los vicios de otros compañeros de profesión en la región. Tras quince años en el poder, el abuso del mismo y el nepotismo terminaron por sentenciar a Akayev. En el 2003 el presidente logró reforzar sus competencias y extender su mandato a través de un referéndum, ante las críticas de la oposición. Dos años más tarde, colocó a dos de sus vástagos como candidatos en las elecciones parlamentarias del 2005. Su elección, junto con la intención de Akayev de perpetuarse en el poder y la supresión de la oposición culminó en un levantamiento popular en gran medida espontáneo. Akayev no tuvo otra que abandonar el país y exiliarse en Rusia.
El poder blando del Kremlin
El optimismo que trajo la revolución del 2005, también conocida como la Revolución de los Tulipanes, no tardó en evaporarse. Kurmanbek Bakíyev fue el candidato escogido por las diferentes fuerzas de la oposición para pilotar la transición y, tras ganar las elecciones presidenciales del 2005, se convirtió en el nuevo presidente.
Bakíyev siguió los pasos de Akayev pero con un afán de latrocinio hasta entonces desconocido en el país. Su hijo Maxim, que entonces rondaba la treintena, se convirtió en una pieza clave y en el intermediario por excelencia del gobierno por el cual pasaban inversiones millonarias. Además de la impopularidad que esto granjeó a Bakíyev, un componente geopolítico también contribuyó a su caída.

Mientras que los acontecimientos del 2005 y 2020 fueron provocados por cuestiones exclusivamente domésticas, la revolución del 2010 vio la entrada en escena de Rusia e, indirectamente, de Estados Unidos.
Con la ocupación estadounidense de Afganistán en pleno auge, Bakíyev se aprovechó de la importancia para los aliados de la base área de Manas, cerca de la capital kirguiza. Se trataba de un centro logístico que empezaron a utilizar los EE.UU. desde finales del 2001.
Amenazando constantemente con cerrar la base, Bakíyev logró que los pagos EE.UU, fuesen incrementándose durante su mandato, lucrándose de ello junto con su círculo más cercano. Los estadounidenses puede que tolerasen los chantajes de Bakíyev, pero no así los rusos.
El presidente trató de usar el antagonismo de las dos potencias para beneficio propio. Diciendo una cosa y luego haciendo lo contrario, fue agotando la paciencia de ambos países, pero especialmente del Kremlin. La prioridad de Moscú, que veía y sigue viendo Asia Central como su área de influencia, era el cierre de la base de Manas. Lo que terminó con la paciencia de Rusia fue el hecho de que Bakíyev aceptase un préstamo ruso de 450$ millones, cuya condición implícita era la clausura de Manas y que, meses más tarde, acordase la renovación del arrendamiento con los estadounidenses.

El Kremlin se dispuso entonces a, al menos, ayudar en el derrocamiento de Bakíyev. Ejerciendo su influencia de poder blando, el Kremlin cortó el grifo del dinero, subió los precios de los combustibles y, a través de los medios de habla rusa, muy seguidos en Kirguistán, comenzó una campaña informativa contra Bakíyev y su entorno.
La mala situación económica, en la que Rusia jugó un papel importante encareciendo el precio de los hidrocarburos y los casos de corrupción, que en cierta medida los medios rusos dieron a conocer, espolearon a la oposición. La protesta que empezó en la localidad de Talas se extendió por todo el país y, tras refugiarse en su ciudad natal de Osh, Bakíyev terminó por abandonar el país camino de su exilio a Bielorrusia.
Una revolución secuestrada
La revolución del 2010 llevó a cambios en la Constitución para limitar el poder del presidente, acortando su presencia en la jefatura del estado a un solo mandato de seis años y pasando a un sistema parlamentario. El sucesor de Bakíyev, Almazbek Atambayev, se ciñó a las normas, aunque trató por todos los medios seguir ligado al poder tras abandonar la Casa Blanca, intentando controlar a su sucesor, Soornbai Jeenbekov. Sin embargo, el delfín de Atambayev no se dejó controlar y terminó encarcelando a su mentor cuando éste se atrincheró armado con sus seguidores en su casa, negándose a aceptar la realidad.
Todo hacía indicar que la presidencia de Jeenbekov duraría los seis años estipulados, o que incluso maniobraría para mantenerse en el poder. Sin embargo, las elecciones parlamentarias de octubre del 2020 fueron, inesperadamente, el principio de su fin como presidente. Oficialmente el jefe del estado debía jugar un papel neutral en los comicios, sin embargo, en la práctica Jeenbekov favoreció a los partidos pro-gubernamentales (entre cuyos candidatos se encontraba un hermano suyo) en detrimento de las formaciones consideradas de oposición.

Pese a que era de esperar que se produjesen episodios de compra de votos y caciquismo, la escala de los mismos llevó a que solamente uno de los 12 partidos opositores lograse entrar en el parlamento. Esto dejaba la cámara legislativa en manos de tres partidos favorables al gobierno, con dos de ellos (Birimdik y Mekenim) acaparando tres cuartas partes de los escaños. Se daba la circunstancia además que ambas formaciones tenían en su seno a sendos hermanos del presidente y de Raimbek Matraimov, líder de una extensa red de corrupción respectivamente.
La oposición rechazó los resultados de las elecciones, se echó a la calle y tomó el parlamento. Durante los disturbios, grupos de manifestantes sacaron de la cárcel a varios políticos que se encontraban entre rejas por diversos crímenes, entre ellos el expresidente Atambayev y Sadyr Japárov, exasesor de Bakíyev. Kirguistán se sumió en un vacío de poder: por un lado la mayoría de partidos de la oposición, por otro el presidente Jeenbekov y, emergiendo de entre las sombras, Japárov y sus seguidores.
La oposición democrática que inició las protestas no pudo o no supo organizarse y presentar un frente común mientras que, Japárov, movilizó a los suyos y se hizo nombrar primer ministro en una sesión parlamentaria celebrada en un hotel sin quórum y de dudosa legalidad. Jeenbekov por su parte se mantenía en silencio.
La oposición, formada por un grupo heterogéneo de viejos conocidos de la política kirguiza, así como de jóvenes deseosos de ver un cambio en el país, reaccionó tarde y, antes de que se diese cuenta, Japárov tomó el control de la situación. Todavía se desconoce como un político de segunda fila, populista de corte nacionalista y conocido solamente por sus discursos a favor la nacionalización de explotaciones mineras extranjeras en el país, pudo hacerse con el poder tan rápidamente y de manera tan eficaz. ¿Cómo logro el gran número de seguidores que intimidaron al resto de opositores? ¿Quién financió los autobuses fletados llegados a la capital? En definitiva, ¿quién está detrás de su presidencia? Se sospecha que Japárov podría ser una figura interina y un mero títere que tiene el apoyo de sectores del crimen organizado opuestos a Jeenbekov.

Una vez en el poder y ejerciendo de presidente interino tras forzar la dimisión de Jeenbekov, Japárov comenzó a poner a sus socios en diferentes puestos claves del gobierno, como el GKNB (el sucesor del KGB). Esta última revolución que se originó del descontento con las elecciones, la corrupción y la situación económica del país, terminó siendo secuestrada por fuerzas bien organizadas y con amplios recursos para aprovechar la situación. Está por ver lo que sucederá a partir de ahora, pero los indicios apuntan a que la democracia kirguiza será puesta a prueba una vez más.
Conclusión
Kirguistán sigue siendo una democracia gracias a, en parte, las revoluciones de 2005 y 2010. A diferencia de lo que ocurre en los países vecinos, la escena política kirguiza es heterogénea y ningún presidente ha logrado ejercer un control férreo sobre el país. Sin embargo, una nación no puede depender de movimientos populares para mantener su democracia.
Los males de los que adolece el país, tales como una economía que no despega, una corrupción endémica, la falta de imparcialidad judicial y el papel destacable del crimen organizado en la vida política, lastran su presente y futuro. Como se pudo ver en octubre de 2020, en las revoluciones no importa lo loables que sean los objetivos iniciales, ya que pueden ser aprovechadas por actores a quienes solamente les mueven sus propios intereses.
Todo hace indicar que Kirguistán, la tierra de las revoluciones, seguirá sumida en la inestabilidad política en los próximos años. La cuestión es si su democracia es lo suficientemente fuerte para aguantar tantos embates.